Por FELIPE A. DE LA PEÑA
El celular emite un tono, y bajo las escaleras hacia la puerta principal de mi departamento. Al abrir la puerta, ahí está: una bolsa blanca reposando sobre el tapete quita fangos de la entrada. Algo en mi estómago se desata, y mi boca comienza a salivar al instante.
Desato el nudo de la bolsa de plástico con cuidado; tengo esa necesidad de no romper las bolsas. Uno a uno, saco pequeños paquetes de papel café, cuidadosamente cerrados con dobleces asegurados con maestría por una simple grapa. El primer paquete revela un recipiente de aluminio, como esos para pie, con una tapa de plástico que deja ver una docena de dumplings perfectos, salpicados con semillas de ajonjolí. Al retirar la tapa, el aroma a sésamo se mezcla con el olor natural de las hojas de masa finamente rellenas de carne y vegetales al vapor, inundando mis sentidos y desatando un deseo voraz.
Abro los demás paquetes, cuatro en total, buscando la salsa de soja. Al fin la encuentro, junto con otros pequeños recipientes de plástico transparente, llenos de vegetales encurtidos y otros condimentos típicos de la comida coreana. Dejo todo semiabierto sobre la mesa y empiezo a comer. El primer bocadillo lo tomo con la mano, saboreándolo con avidez. Los siguientes, los disfruto con unos palillos chinos llenos de astillas que encuentro a tientas en los restos de la bolsa.
Aunque empiezo a sentirme satisfecho, la curiosidad me lleva a abrir el siguiente paquete. Es una sopa de tofu que aún está caliente. Esta vez no tengo tanta paciencia con el celofán que recubre el bote de un litro. Con cuidado, vierto el contenido en un tazón blanco grande y lo traslado casi desbordante a la mesa. Sin agregar ningún condimento al caldo rojizo, tomo la primera cucharada. El sabor me envuelve; mi mente vuela hacia un confort que roza lo sublime. Pruebo un trozo blando de tofu que flota en la superficie. Su textura es perfecta: cede al contacto con la cuchara como una gelatina suave, pero consistente. Al posarlo en mi lengua, se deshace, liberando todo el sabor del caldo y sus ingredientes.
Cada bocado parece transportarme más allá de las paredes de mi departamento. Es como si cada dumpling y cada sorbo de la sopa me llevaran a un rincón del mundo que hasta ahora solo había visitado en sueños. A medida que el calor del caldo se expande en mi pecho, una sensación de nostalgia me invade, aunque no logro identificar su origen. Quizás sea de una vida que imaginé o de una conexión que aún no he vivido.
Mientras disfruto del último sorbo, noto que aún queda un paquete en la bolsa. Con manos ligeramente temblorosas, lo abro. Envuelta en un delicado papel de arroz, encuentro una nota escrita a mano. Los caracteres, cuidadosamente trazados, tienen una caligrafía precisa y elegante, que habla de paciencia y habilidad.
“Para aquellos que saben encontrar la calma en la comida, una vida de quietud espera. Si deseas encontrarme, sigue el aroma del sésamo en cada paso. Hay lugares donde solo los soñadores y los que buscan con el corazón abierto pueden llegar.”
Leo la nota una y otra vez, incapaz de comprender completamente su significado o la razón detrás de este misterioso mensaje. Miro a mi alrededor, al solitario comedor donde estoy, y por primera vez en mucho tiempo, siento que este momento tiene el peso de una oportunidad.
Sin pensarlo demasiado, doblo cuidadosamente la nota y la guardo en mi cartera. Decido que voy a seguir el enigmático rastro de este mensaje, aunque aún no sé a dónde me llevará.
Jane se entretenía con un juego de esos de cristalitos y caramelos de colores en su teléfono celular cuando el mesero de rasgos asiáticos le sirvió un plato de fideos vietnamitas. Condimentó su Phö con germinados de soja, salsa de pescado, rebanadas de chile serrano y hojitas de albahaca que troceó con sus manos. Sostuvo los tallarines por un segundo con los palillos chinos, les sopló para reducir la temperatura y los colocó sobre la cuchara ancha propia de estos platillos. Comenzó a sorberlos a la usanza oriental, causando más de una mirada de desaprobación entre los comensales de origen anglosajón sentados en las mesas colindantes.
Al percatarse de las miradas juzgantes, Jane esbozó una sonrisa casi imperceptible, disfrutando de esa pequeña provocación involuntaria. La calidez del caldo mezclada con el picante de los chiles y el frescor de las hierbas la transportaba, como un breve escape, a una calle ruidosa en Hanói, donde los sabores se entremezclaban con el bullicio y la humedad del aire.
Sumergida en su pequeño ritual, Jane apenas notó al hombre que se había sentado frente a ella sin pedir permiso. Vestía de manera sencilla: una camisa desabotonada hasta el segundo botón y unos jeans gastados, como si acabara de llegar de un largo viaje. Tenía una expresión serena y enigmática, los ojos oscuros con un brillo que sugería algo más que curiosidad.
—No es frecuente ver a alguien tan metido en su comida— comentó el hombre en un tono suave y casi poético, mientras la observaba con una sonrisa en los labios.
Jane levantó la mirada, sorprendida, pero algo en su expresión no revelaba desagrado; más bien una curiosidad latente, como si esperara algo inesperado de aquel desconocido. Se limitó a sostener su mirada un segundo antes de responder:
—No es frecuente encontrar a alguien dispuesto a interrumpir una escena tan íntima, ¿no crees? — replicó con una chispa de humor.
Él rio sin soltar su mirada de los ojos de Jane, y al hacerlo, algo en el ambiente del restaurante pareció cambiar, como si el tiempo se hubiera ralentizado alrededor de ellos, dejando en pausa el murmullo de las conversaciones y el tintineo de los cubiertos.
—Tal vez me gustó la forma en que disfrutabas cada bocado— contestó él finalmente, acomodándose con la naturalidad de quien sabe que ha encontrado su sitio.
Jane, ahora intrigada, decidió que aquella intrusión merecía una oportunidad.
Mientras guardo la nota en la cartera, recuerdo la sensación de la sopa de tofu deslizándose suavemente por mi garganta, mezclándose con el confort de los dumplings. La idea de buscar un lugar desconocido, guiado por el aroma del sésamo, me provoca una mezcla de intriga y excitación que no había sentido en mucho tiempo. Pero, ¿dónde comenzaría?
Decido salir a caminar para despejar mi mente. En el camino, casi sin saber cómo, termino en una pequeña calle adoquinada del barrio chino de la ciudad, un rincón al que pocas veces había prestado atención. El aire está impregnado de aromas de comida callejera: sésamo, soja, jengibre… Me dejo llevar por esos olores perdiéndome en un laberinto de puestos y pequeñas tiendas, hasta que llego a una puerta discreta, con un cartel colgante escrito en letras orientales que apenas se mueve con la brisa.
Empujo la puerta, y al cruzar el umbral, me encuentro en un pequeño restaurante, decorado con farolillos de papel y mesas de madera rústica. Las paredes están adornadas con cuadros de paisajes orientales. A un lado, junto a una ventana, está Jane, la mujer que había visto disfrutando de su Phö unos días antes. Me reconoce al instante, y con una leve sonrisa y un gesto de la mano, me invita a sentarme frente a ella.
—Veo que has encontrado el aroma del sésamo— dice, con esa misma mirada enigmática que tenía la primera vez
La nota en mi cartera cobra un nuevo sentido. Empiezo a comprender que todo esto, el encuentro, la comida, y el mensaje misterioso, forman parte de algo más grande, algo que no podía explicarse solo con palabras. Jane parece intuir mi confusión y, sin esperar una respuesta, desliza un pequeño paquete hacia mí, envuelto en el mismo papel de arroz que la nota.
Lo abro con cuidado. Adentro hay un conjunto de especias y un par de palillos finamente labrados. Con los aromas de anís estrellado y jengibre llenando el aire, Jane me habla en voz baja:
—Hay un arte en descubrirse a través de lo que se come y lo que se comparte —susurra—. No todos están dispuestos a hacerlo, pero aquellos que sí… encuentran caminos hacia lugares que nadie más puede ver.
Tomo un dumpling del plato que Jane pidió para los dos, y, por primera vez en mucho tiempo, siento cómo la soledad se disipa, dejando en su lugar una cálida sensación de conexión que no tenía idea cuánto anhelaba •
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