Por JUAN MANUEL DELGADO
El héroe había caído. Nunca lo entendió hasta muchos años después. El más pequeño sufría cuando los hermanos mayores lo hacían repelar porque su papá ya no era el potente conductor de máquinas de vapor. Él, el niño menor de la familia, el undécimo, tenía que soportar las repetidas expresiones de: “lero, lero, su papá ya no es maquinista…. lero, lero, ya no maneja máquinas de vapor…”, así, aunque cantadito, calaba hondo en el ánimo del chamaco que apenas tenía conciencia de qué significaba ser maquinista de camino, del de los interminables vagones del tren, encabezados por potentes máquinas de vapor. De esa forma murió el primer héroe registrado en la memoria de aquel pequeño que con el tiempo aceptó el “cómo era posible que su papá lograra manejar un tren con una sola mano”, ya que siempre lo conoció con un solo brazo, el izquierdo; el derecho lo había perdido en un accidente en la pendiente ferroviaria cercana a la estación de Bocas, donde una retorcida máquina del tren estaba encima de otra. Así, su padre había concluido su vida de maquinista de camino.
En el ambiente infantil de la cuadra, el pequeño conoció, junto con la pandilla de amigos, a otro tipo de héroes, los del cine y la televisión, y entonces apareció Tarzán, el rey de la selva, aquel hombre que volaba, en calzoncillos, entre enormes árboles, sostenido únicamente por lianas, de las que brincaba con gran agilidad de una a otra hasta detenerse por encima del grueso tronco de un árbol, y una vez allí, emitir tremendo alarido para invocar a toda la fauna de la jungla, al sonoro: “Auauaaa, uauaaa”, estridente sonido que hacia inquietar lo mismo a elefantes, tigres, leones, que a los fieles compañeros: el chimpancé Chita, el joven Boy y la atractiva Jane.
Durante algún tiempo, al grito de “Auuaauua, uauaa, uauaa,” los chicos salían prestos a la calle a reunirse para platicar sobre lo que había pasado en el último capítulo. Todos actuaban con una pose de manos en la cintura, tratando de mostrar que tenían un cuerpo como Tarzán: pecho al frente, abdomen hundido y marcado, enseñando el estómago con las hendiduras propias de un levantador de pesas, igual que su héroe. Algunos presumían tener ese cuerpo de manera natural ya que así habían nacido y entonces, venían los grandes pleitos:
– A que yo tengo el cuerpo igualito al de Tarzán y tú nooo. Mira, mira, -mostrando el pecho al frente- a que te gano.
La respuesta no se dejaba esperar y aquel cuerpo flácido y ñango no dejaba ver más que las miserias del pequeño entelerido que parecía más un arpa desnutrida que un bien plantado aspirante a héroe selvático y que, sin embargo, repelaba:
– Yo así estoy porque se me están haciendo fuertes las costillas, así como a Boy, ya después voy a estar como Tarzán y podré pelear contra todos los abusadores de la selva y los leones.
Aquel pobre chamaco no lograba distinguir que sus compañeros, sobre todo con el que discutía frecuentemente, era más bien gordo que sumía la panza para mostrar un aparente cuerpo atlético y que apenas podía contener el aire al presumir un abdomen como el del justiciero hombre de la selva.
Superados los conflictos y repartidos los personajes, los jóvenes empezaron a construir el escenario en tierras más polvosas que el desierto. Algunos tendrían que ser los malos y otros los héroes televisivos en un ambiente nada selvático.
Pasado el tiempo, y en calurosas temporadas, los héroes fueron cambiando y llegó a su ambiente de infancia el Santo, “el enmascarado de plata”, al que en la pantalla del Cine Faro, improvisado este último en un lote baldío en el barrio de San Miguelito, veían luchando al tratar de vencer momias, mujeres-vampiro y monstruos, así como a rudos luchadores de la clase de El Cavernario Galindo, Blue Demon o El Lobo Negro, a quienes el enmascarado de plata vencía en la tercera caída, pues, la segunda era generalmente para los rudos. Así, siempre vencería el enmascarado de plata.
Por aquel entonces, el pequeño de la casa creía que el luchador del cuadrilátero triunfaba gracias al aplauso y al griterío del frenético público. Aquello era una fantasía que le permitía, al salir del cine, ir a descansar ante el triunfo de los héroes. Sin embargo, en algunas otras ocasiones se convertían en pesadillas que por la noche lo hacían saltar y despertar con gritos, ya que en la madrugada esperaba al héroe, cualquiera que fuera, el Santo o Tarzán, para que llegara a ayudarle a conciliar el sueño; aunque, en realidad, era la gran mano izquierda de su padre la única que le dio consuelo y un sueño tranquilo a su hijo número once, el más pequeño, mientras el chiquillo seguía en sus sueños la eterna búsqueda del héroe que le ayudara a sentirse protegido.
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