Daniel Medina Flores
Estoy
frente a la puerta y no sé si deba entrar. Es un día soleado, pero
tengo frío. Me siento extraño, ligero, delgado, como si flotara.
Tengo miedo, no por ti, sino por lo que pueda pasar cuando te hable.
Vine porque es necesario, porque, aunque tú
guardes
silencio y no me digas nada, yo tengo mucho que hablar, necesito
decir lo que callé. Tiemblo, todo mi cuerpo se cimbra, mis manos
no
dejan de moverse sin control. Doy el primer paso e inicio el
recorrido.
Una mujer
camina hacia mí, en su rostro veo pena y desconsuelo. Tal vez me vea
igual, quizá estoy peor, lo único que sé es que siento mi rostro
pesado, marchito, sin luz. Cuando pasa a mi lado mueve la cabeza y yo
apenas le respondo con el mismo gesto.
Mi camino
deja atrás fechas, dedicatorias, nombres. Algunos
los puedo leer, otros ni se distinguen. Nombres viejos, nombres que
no se pronuncian, nombres que no se recuerdan. Más adelante está la
encrucijada y recuerdo lo que me dijeron: debo ir hacia la izquierda,
a partir de ahí no estará lejos tu hogar. Mis pasos son más
lentos, casi los voy contando. Tiempo, eso es lo que busco, tiempo
para obtener fuerzas, porque tú ahí estarás, eso lo sé, pero,
¿sabrás que he venido?
En mis
pensamientos repaso las palabras, las voy conectando una por una para
encontrarles sentido. Debes saberlo, pero tengo miedo porque no sé
si me escucharás, no sé si oirás. Cuando alcanzo tu hogar mis
piernas flaquean, caigo de rodillas y apenas puedo detenerme
colocando las manos en el montón de tierra. No fue por sorpresa,
sabía que ahí estarías, más bien es porque nunca estamos
preparados para ello por más que digamos que sí.
Me levanto
y me siento a un lado del montículo de tierra. Aclaro mi garganta.
En mi boca
hay
un agujero negro y
durante un tiempo no puedo decir nada, no puedo pensar, solo imagino
que tal vez me estás viendo, que sabes que hablaré, pero ninguna
palabra puede salir. “Hola”, te digo después de un tiempo con la
voz entrecortada e imagino que tú me respondes, ¿realmente lo
haces? ¿Me escuchaste?
Toco con mi
mano la tierra. Entonces recuerdo tu cabello rojo, el
jade de tus ojos,
tu sonrisa y el abrazo que me dabas. Recuerdo esa noche lejana
sentados en el sillón mientras en la televisión se sucedía una
película tras otra. Recuerdo tu risa. Recuerdo mis palabras torpes:
“¿Me animo?”, y tu respuesta mientras juegas con mi cabello, “Ya
sé de qué hablas. Hazlo”. Recuerdo el beso, tu mirada y la forma
en que acaricias mi mejilla.
“¿Me
quieres?”, la pregunta que me paraliza. Más besos, más caricias:
“¿me quieres?”. Después de ahí, silencio. En mi mente solo veo
sombras, imágenes que apenas se desvanecen cuando toman una forma
que ni siquiera puedo reconocer.
Veo la
tierra, veo tu nombre escrito en la roca, comienzo
a llorar. “Te amo”. Por fin pronuncio las palabras que tanto
debía, pero ahora no sé si sirva porque no estoy seguro de que
puedas escucharme, no sé si sabes que estoy a tu lado, que entré a
este lugar que me provoca miedo solo porque me dijeron que aquí
estabas, porque después de esa noche en tu casa no volví. Mucho
tiempo después me llamaron para decirme que fuiste
a
dormir y ya no despertaste.
Ahora solo
puedo decir que te amo, solo puedo sentarme al
lado de tu tumba,
tocar la tierra que
cubre tu ataúd y
pensar, imaginar que escuchaste mis palabras.