Por EDUARDO MARCELEÑO GARCÍA
Esto no deja de ser absurdo. Preguntarse, sin tener siquiera respeto por la capacidad de pensar, en lo mal que abordamos los momentos difíciles. No estamos tontos, acudimos a la estupidez para no sufrir demasiado. Lloramos, si se nos permite pasarlo un poco mejor. Caminar es lo más digno que nuestros cuerpos nos permiten hacer, si no es que antes, en mejores condiciones, un ferrocarril no nos atravesó por la mitad dejándonos vivos con un recipiente para las limosnas, y una canción para cantar cualquier día del año.
Primero me refugié en el amor incondicional, ese que solo se siente una sola vez por una sola persona. Luego, y aunque parezca desarraigo, en la sabiduría de mi madre, cuando me echó de casa. Al final me blindé con la bienvenida que me dio todo aquel que me trató bien cuando tuve hambre. Después de eso ya nada podía hacerme daño. Estar a solas es estar con tus cosas en la calle, las llevas de un lugar a otro, apegado a la idea que crees conservar de ti mismo y la cual con cada paso que das se va disipando, a medida que te vas reconociendo en un bar, en una esquina, en un cuarto; cuando meas ebrio los litros de cerveza que alguien más pagó por ti. A menudo, uno apila su propia mierda para formar una barricada en medio de la guerra, una barricada absurda porque no sabes de qué se trata todo esto.
Si uno se detiene a beber un vaso de agua, sin más objeto que terminárselo en un tiempo no mayor a diez minutos, sin que nada te distraiga del objetivo, llegan a la mente ideas reveladoras. Según se vacía el vaso se estimulan los adentros, se empiezan a sacudir de a poco las neuronas. Hay que dejar el celular bien guardado en el sitio donde tardemos en encontrarlo de nuevo.
Andamos a las primeras del rechazo cada que soñamos con ser mejores. Estos no son los días de las oportunidades, son los días del pesimismo, sin que eso sea necesariamente malo. Aunque no siempre fue así, durante los primeros escarceos dimos el ancho, nos alegrábamos por las derrotas que siempre vimos con ojos de victoria. ¿No estaba el optimismo dentro, en los primeros años? Exploramos y nos ganamos nuestras metidas de pata, y las rodillas nos sangraban, y todo iba como si lo peor de todo no se nos amontonara, ni arrimara cerca de nuestras narices nunca.
Andamos a las primeras, por triunfalistas que las primeras parezcan, de las caídas definitivas, aunque la gente diga lo contrario. Nos viene bien eso de anticipar una caída, o dos, o tres. Sentimos el vértigo al levantarnos por las mañanas, al cruzar la calle, al formarnos en la cola del banco; en la invitación a un funeral o a un bautizo, al clavar un clavo para colgar un retrato; cuando hay que encender la estufa con un pequeño cerillo, ya no se diga el calentador de agua; el gas butano escapa en tu imaginación cuando tienes medio cuerpo metido en la cama y tu memoria, traicionera, te dice que es probable que el oxigeno colapse dentro de ti mientras sueñas con el día siguiente. Primero un zapato, luego el segundo, ¡siento que caigo!
Echamos la cabeza hacia atrás y clavamos la mirada en el cielo, buscando, como si algo se nos hubiera perdido allá arriba hace mucho tiempo. Después nos agachamos, conformes de no haber encontrado nada. Algunas tardes, de nuestros ojos brota agua como lagrimones de cera escurren de los candelabros en las fortalezas abandonadas. No hay que buscarle demasiado, hace falta la cosa más tonta para notar que algo no anda bien, echarse a pensar demasiado suele ser peligroso. Por lo demás, curiosa la forma en que algunas personas siguen creyendo que entre más piensen en el problema más pronto habrán de resolverlo.
Hay palabras que me gustan, mi favorita es “comienzo”. Luego de Parque Delta, la colonia Roma no está muy lejos. ¿Has notado la cantidad de cuerpos que se amotinan en la plaza tras el terremoto? Hoy, la gran bodega de cuerpos es una plaza comercial. Hemos olvidado los detalles.
Preferimos culpar a no sé qué demonios, sin detenernos un momento a pensar que los demonios también lloran cuando son señalados. Tenemos, por ejemplo, a Meliodas, un buen tipo, al igual que Chico, mi mejor amigo de la secundaria que tenía pinta de malandro por esa ceja cortada prematuramente, las cicatrices en los nudillos, y varios días fuera de casa. También conviene decir que ninguno de esos idiotas que en un principio te juraron lealtad, se acercaron a susurrarte el resultado del examen cuando todo el salón se burló de ti.
Soy un demonio bueno como Meliodas. Llevo la naturaleza de amoldarme a aquello que me dé esperanza, a pesar de haber nacido demonio. Entre emos y otakus no existe gran diferencia, ambos son más o menos lo mismo, y ambos me dan perfectamente igual con excepción de Moñito, una chica emo que para cuando cumplió veinte años de edad todo el mundo ya le había cambiado el nombre a Coñito. Esa es una de tantas historias de los viejos 2000s que todavía recuerdo, tan trágica como la muerte de mi abuela, o el 2001 y sus Torres Gemelas. Si me preguntas a mí, me quedo con la triste historia de Moñito, o Coñito, o como vaya a saber cuál de los mil demonios el apodo que tenga hoy en día. Quizá por estos tiempos lleve el nombre de “Pañuelo”.
La retórica, como la imaginación, si no se detiene a tiempo avanza hacia lugares ridículos, por no decir vulgares y aburridos. Es momento de hablar sobre la suerte. Entré en un curso de formación para community manager que se ofrecía a un altísimo costo en una universidad pública. A menudo esto de “pública” tiene más de adorno que de verdadero significado. A veces a las instituciones públicas les da por ahí, enaltecen su condición de “públicas” para ganarse unos buenos billetes a costa de lo que sea, así sean lecciones que se ofrecen gratis en la universidad YouTube. Es más o menos como las orlas grabadas en los títulos profesionales, no sirven para autentificar nada, pero son importantes para legitimar la institución. Abalorios aparte, siempre resulta triste percatarse dentro de una incómoda situación como esta. Allí estaba yo puesto en el curso, rodeado de entusiastas amas de casa, viejos burócratas frustrados, y ladinos, aunque simpáticos, jóvenes estudiantes de mercadotecnia. Ahí estaba yo la mar de atento.
A todo lo anterior, ¿por qué pagar para aburrirse en un curso que puede encontrarse gratis en YouTube? ¿Importan las presencias y las aulas? ¿Son mis compañeros de curso parte fundamental del aprendizaje? ¿Toda esta gente, incluido el anodino encargado del coffee break, tienen algo para decirme? Son las orlas las que cuentan. El curso te certifica en algo así como iniciado en las plataformas de Meta con valor curricular. Uno no sabe cuándo, pero siempre se necesitará un mejor empleo, y el respaldo impreso (en este caso testimonio de una asistencia presencial) es fundamental.
La bienvenida duró casi cuatro horas, el ponente se detuvo con la presentación de cada asistente para ahondar en las razones que los llevaron a tomar el curso. Todas las razones, por monótonas que sean, son esenciales. La mayoría coincidió en que conocer el funcionamiento de las redes sociales, con sus botones, atajos y demás herramientas, sería de gran ayuda frente a las demandas del mundo laboral. La dueña de un pequeño negocio de plantas que llegó para aprender un poco más acerca de Facebook, descubrió después y por primera vez que existía una red social especializada en fotografías llamada Instagram; el editor de un periódico, que en los días del mundo digital y la llegada de la IA fue relegado a un triste rincón para subir las noticias a redes sociales en un aburrido ejercicio de copiar y pegar, se enteró, penosamente, de que no era necesario colocar el larguísimo url del enlace en una publicación común y corriente. También aprendió que existen sencillas formas que cuidan la estética de un texto digital más allá de las finas formas en las que se acomodaban antes las líneas importantes de una noticia. Nuestro curso lleva más de estética que de causa, qué duda cabe.
Pero, volvamos al punto. Es momento de hablar de la suerte. Lo vemos en todos lados, configuramos nuestro porvenir gracias a cosas tan absurdas como la hoja extra en un trébol. Buscamos pequeños tesoros en la naturaleza con la esperanza de atraer un poco de suerte a nuestras vidas. Mucho se dice de la existencia en sí misma, como mucho se habla sobre la vieja mierda redentora, las nuevas religiones y los nuevos hábitos alimenticios, y al final nadie entiende nada. ¿De qué trata todo esto sino de colocar la fe en los lugares más peregrinos?
La verdad es que ni toda la tecnología ni todos los adelantos; no hay mejores versiones para nadie, y la gente no cambia, empeora. Rendición, renuncia y derrota: tres varemos distintos de un mismo fracaso. Hay que poner la concentración en otra cosa, en este texto, por ejemplo, por optimista que parezca insistir en la palabra escrita.
Ignora toda señal de lo sensato, somos demonios buenos como Meliodas, nos amoldamos según las necesidades.
Lo mismo se dice del éxito y la gente de éxito, mientras el resto de mortales allá fuera, los demás, somos lúmpenes sin más ocupación que la desidia y la supervivencia. A todo esto, ¿quién infiernos es el demonio tan bueno de Meliodas?
Wikipedia dice: Meliodas es el líder de los Siete Pecados Capitales, representado por el pecado de la Ira y su símbolo es el Dragón. Destruyó su reino llamado Danafor sin dejar rastro, tras un ataque de ira. Tiene el aspecto de un joven de no más de quince años, y su vicio es beber cerveza. Pero en realidad es un demonio de miles de años de edad maldecido con la inmortalidad. Sin embargo, gracias al amor por su pareja, Elizabeth, es que Meliodas eventualmente desarrolla empatía y se dedica a proteger al resto de las razas.
Nadie va a venir a salvarte, tu sigue besando al santo. Rézale a Dios con tus propias plegarias. Faulkner dijo: «La historia, la verdad que se está contando, inventa su propio estilo, su propio método». Sé un buen demonio tanto como puedas, sé como Meliodas, encuentra un buen lugar para vivir, amóldate y ahí quédate. Ama, como Meliodas, si todavía estás a tiempo, y amóldate, encuentra el gusto, el sentido a la barricada que has construido alrededor tuyo. Amóldate.
En silencio, todos deseamos compartir arrumacos y cuchicheos con otro ser vivo. Apetecemos de una cerveza, de una entretenida charla, de entregarnos a una despedida sincera sin ir más allá que darse de abrazos. Nos inventamos excusas estrafalarias con tal de no aislarnos. Las universidades públicas venden los cursos que se sacan del culo y que nosotros, encantados, los pagamos. Pero, hablando en serio, ¿quién en el mundo que acaso tenga oportunidad no se saca productos del culo y los vende a los demás al precio que se le pegue la gana?
Esto no se trata de una queja socarrona de quien no admite el devenir de la vida. Somos demonios buenos como Meliodas. A regañadientes, habremos de resignarnos. Tampoco es el remilgo de alguien de provincia que ha llegado a la gran ciudad y no consigue entenderla. Estamos condenados, los días se ordenan arbitrarios y cada vez menos nuestros.
Tampoco hay que olvidar que en realidad todo ha sido siempre conflictivo. Si el futuro es inescrutable, y la condena está puesta sobre nosotros, no queda más que sumirse en el abismo de la ficción, inventarse propios amuletos y, sin más, seguir sin siquiera detenerse en la idea de comenzar de nuevo. Dejarse al exilio, rendirse, ver victoria en la derrota, como en los primeros escarceos, cuando las rodillas nos sangraban y el optimismo crecía solo como una mala idea crece motivada por el ocio.
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