Jesús Navarrete Lezama
Has caminado en medio de las piedras de fuego.
Ezequiel
Sé que la gente dice: ‘Santana tomaba mucho ácido’.
Bueno, ¡quizá el problema es que ustedes no han tomado nada en absoluto!
Carlos Santana
Dice Aldous Huxley en Cielo e infierno que existen dos métodos para viajar a las antípodas de la mente: “en el primer caso, el alma es transportada a su distante destino con la ayuda de un producto químico: la mescalina o el ácido lisérgico. En el segundo el vehículo es de naturaleza psicológica y el paso (…) se efectúa por medio de la hipnosis”.
Huxley aclara que “ninguno es perfecto”, pero también dice que “ambos son lo suficientemente seguros, fáciles y de fiar para que se justifique su empleo por quienes saben lo que están haciendo”, incluso va más allá y afirma que “los dos vehículos llevan a la conciencia a la misma región, pero la droga tiene más campo de acción y lleva a sus pasajeros más al interior de la terra incógnita.”
Sin embargo, como es de suponerse, al ser una sustancia ilegal, el LSD es calificado como peligroso. A menudo, sus detractores expresan el temor o aluden al riesgo de “quedarse en el viaje”, para condenar su consumo. Este temor no es injustificado, pues quien ha vivido la experiencia sabe que las ocho o diez horas que dura el efecto pueden ser arduas, dependiendo de cada persona. Si bien se experimenta una alegría inesperada y se tienen visiones agradables, también hay momentos en los que pasa lo contrario. Algunas ilusiones pueden ser aterradoras o la alegría puede trastocarse en ansiedad. Sobreviene, desde luego, la sensación de que el influjo de la sustancia no cede, y el temor de “quedarse en el viaje” se vuelve más real. En suma, no es una experiencia que cualquiera pueda soportar, pero si nos sometemos a otros suplicios como lo son ciertas diversiones extremas o la resaca por consumo de alcohol, no veo por qué no probar.
Las palabras no alcanzan para describir la experiencia lisérgica. La sustancia que se vende, ilegalmente, rociada sobre pequeños cuadros de cartón que se colocan bajo la lengua, o en gotas, nos ofrece una experiencia inasible que, si bien se puede narrar, es muy difícil que quien haga el relato logre explicar a quien nunca la ha consumido lo que ocurre bajo su influjo.
Definitivamente, Huxley es una afortunada excepción. Ordinariamente, escribe, “el ojo se dedica a problemas como ‘¿Dónde? ¿A qué distancia? ¿Cuál es la situación con respecto a tal cosa?”, sin embargo, “En la experiencia de la mescalina, las preguntas implícitas a las que el ojo responde son de otro orden. El espacio sigue allí, pero pierde su predominio”.
En su experiencia con la mescalina, el autor de Un mundo feliz no vio “paisajes, ni espacios enormes, ni apariciones y metamorfosis mágicas de edificios, ni nada que se pareciera remotamente a un drama o una parábola”. El otro mundo al que la mescalina le dio acceso “no era el mundo de las visiones”, sino que “existía allí mismo, en lo que podía ver con los ojos abiertos”.
Para demostrarlo, cuenta que vio un ramillete de flores que, por la disonancia de sus colores antes del experimento, le había parecido que “infringía todas las normas del buen gusto tradicional” y, sin embargo, ya bajo el influjo de la mescalina lo veía brillar “con su propia luz interior”; del mismo modo, los libros de su estudio tenían el fulgor de las piedras preciosas: eran rojos como rubíes, verde esmeralda, blanco jade, ágata, aguamarina, amarillo topacio, lapislázuli…
Y cuando el investigador al que sirvió de conejillo de indias le pidió fijar su atención en los muebles, él dirigió la mirada a una mesita de máquina de escribir después de la cual se encontraba una silla de mimbre, y más allá, una mesa que, en conjunto, formaban un complicado dibujo de líneas verticales, horizontales y diagonales que “se unían en una composición que parecía algo de Braque o Juan Gris”.
Luego de observar esta “naturaleza muerta” cubista, Huxley bajó la vista hacia sus propias piernas cruzadas y encontró allí algo fantástico: nada más y nada menos que los pliegues de sus pantalones, una maravillosa visión que describe como “un laberinto de complejidad infinitamente significativa” y de una textura “rica, profunda y misteriosamente suntuosa”.
A través de esta visión, Huxley compara la percepción de quien ha consumido mescalina con la de un artista. “El artista –dice– está congénitamente equipado para ver todo el tiempo lo que los demás vemos únicamente bajo la influencia de la mescalina”. Durante sus efectos, contemplaba las cosas no en función de su utilidad, sino “como el puro esteta que solo se interesa en la forma”, y “en sus relaciones con el campo de visión o el espacio del cuadro”.
Cuenta Huxley que ya por la tarde, cuando se estaban desvaneciendo los efectos del ácido, visitaron un lugar “modestamente” llamado la Mayor Droguería del Mundo, donde entre tarjetas postales, juguetes e historietas, encontró una hilera de libros de arte. Tomó un volumen sobre Van Gogh, y el libro se abrió en el cuadro La silla, y entonces comprendió que la silla que Van Gogh había visto y había intentado plasmar en aquel lienzo “era evidentemente la misma” que Huxley había visto bajo los efectos de la sustancia activa del peyote.
Luego tomó un libro sobre Boticelli y tras observar El nacimiento de Venus y Venus y Marte, dio con un cuadro menos conocido: Judit con la cabeza de Holofernes, del cual lo que le llamó la atención no fue la heroína, ni su sirvienta, ni la cabeza de la víctima, sino “la purpurea seda del corpiño y las largas faldas agitadas por el viento de la figura principal”, y fueron aquellos pliegues los que le trajeron el recuerdo de la imagen de sus pantalones de franela, y así sostiene que en las faldas de Judit pudo ver claramente, lo que hubiera podido hacer él con sus viejos pantalones grises si hubiese sido un pintor de genio.
Más aún, al fijarse en las faldas de Judit, dice, comprendió que no solo Botticelli “sino también muchos otros habían contemplado los ropajes con los mismos ojos transfigurados y transfigurantes” que él había tenido aquella mañana. Estos artistas “habían visto la Istigkeit, la Totalidad a Infinitud de la ropa plegada, y habían hecho todo lo posible para expresar esto en pintura y piedra”.
Huxley escribió este ensayo en 1954; en esos años apenas se habían tomado drogas psicodélicas, aunque el primer estudio sistemático del peyote se había publicado en 1886, a cargo del farmacólogo alemán Ludwig Lewin, y su uso, desde luego, se remontaba a tiempos precolombinos en el norte de México y el sur de los Estados Unidos.
En su obra Del arte objetual al arte de concepto, Simon Marchan Fiz menciona entre los pioneros de la psicodelia a artistas como el poeta y pintor Henry Michaux y el pintor Ernest Fuchs.
De hecho, Michaux narró su propia experiencia en Miserable milagro. La mescalina, obra que ya desde el título anuncia una experiencia muy distante de la de Huxley.
El poeta refiere que, durante el viaje, la mescalina y él se encontraban “más a menudo en pugna que de acuerdo”. Confiesa que se sentía sacudido, quebrantado, pero no se apartaba.
Aquel día, dice, “removieron mis células, las apartaron, las sacudieron, las zarandearon, las acariciaban, las sometían a violencias”, a tal grado que se sentía empeñado en una tarea penosa.
Sin embargo, admite que, pasada la primera hora, “es posible dejarse llevar por cierta corriente que se parecería a la dicha” y aunque menciona que en sus notas encontró escritas más de 50 veces las palabras “intolerable”, “insoportable”, cierra las primeras páginas de su libro diciendo que “ese es el precio del paraíso”.
Aunque terrible, la experiencia de Michaux no está exenta de la belleza que puede plasmar quien contempla los fenómenos que se le presentan desde una perspectiva estética. Acaso este párrafo lo demuestra: “Estaba solo, tumultuosamente sacudido como un hilo mugriento en un detergente enérgico. Brillaba, me quebraba, gritaba hasta el confín del mundo. Me estremecía. Mi estremecimiento era un ladrido. Yo avanzaba, bajaba, me hundía en la
transparencia, vivía cristalinamente”.
De acuerdo con Marchan Fiz, “La experiencia artística psicodélica se remonta a la historia oriental, sin embargo, en Occidente es algo relativamente nuevo. Entre sus antecedentes suele citarse al visionario W. Blake e incluso las obras de El Bosco o Brueghel. No obstante, “El arte psicodélico –dice– intenta reproducir, transmitir y estimular la naturaleza y esencia de las experiencias psicodélicas. Es una tendencia que se define en relación a dichas experiencias.
Gracias a una encuesta realizada por el doctor S. Krippner, en 1967 con 91 artistas, la mayoría plásticos, sabemos las sustancias químicas cuyo uso era frecuente: el LSD era la más popular, 84 de ellos la tomaban; 78 fumaban marihuana; 46 consumían DMT; 41 peyotl; 38 mescalina y 21 hachís, entre otras.
Entre los artistas que plasmaron en pinturas y dibujos la experiencia psicodélica, Marchan Fiz destaca a E. Fuchs, 1. Abrams, J. Cassen, Allen Atwell, Mati Klarwein, A. Okamura, Tom Blackwell, B. Saby, R. Yasuda, H. Mujica, M. Ries, A. Sklar-Weinstein, A. Palmer, P. Ortloff, F. Prado, etc.
No obstante, aunque la lista parece amplia, las obras de estos artistas son muy poco conocidas y, de acuerdo con Marchan Fiz, a medida que se divulgan, pierden su intencionalidad y funcionalidad inicial.
Como Huxley, Marchan Fiz destaca que en la mirada lisérgica “Los colores y las formas alcanzan una movilidad y riqueza sorprendentes, nunca vistas, las líneas logran una claridad máxima, así como los detalles”. En esta línea quizá podemos señalar obras como Apocalipsis, o Psalm 69 (1960), de Ernest Fuchs, St. John (1962), de Mati Klarwein u Osaka: White Castle, de Arlé Sklar-Weinstein.
Pero hubo quien hizo cosas distintas, como Tom Blackwell, (quien por cierto murió en 2020 por complicaciones de covid-19) que desarrolló un cuerpo de trabajo centrado em el paisaje urbano reflejado en los escaparates de las tiendas, y como hiperrealista también pintó motocicletas, aviones, e incluso escapes de autos, o el propio Michaux que acompañó su Miserable milagro… con 48 grabados extrañísimos.
Sin embargo, muy temprano, advierte este teórico del arte, lo psicodélico fue objeto de una explotación comercial y se convirtió en moda. Así surgió “el arte gráfico de los carteles, denominados psicodélicos u underground, de Wess Wilson, A. Aldridge, Jor Nardi, Simeon C. Marshall, J. Thompson, M. Sharp y, sobre todo, Peter Max”, que, si bien “Están realizados en un estilo que puede ser asociado con la experiencia psicodélica”, para Marchan Fiz son “una falsificación”, dado que si bien explotan sus formas no tienen una relación directa con dicha experiencia.
En contraste, en el óleo Todas las cosas son parte de una cosa (1966), de I. Abrams, donde el artista trató de expresar lo que, más allá de la percepción visual, tal vez sea el momento cumbre de la experiencia psicodélica: la disolución del ego.
En Huxley, la desaparición del yo se produce cuando contempla las patas “maravillosamente tubulares” y “sobrenaturalmente pulidas” de una silla hasta el punto de darse cuenta de que “había pasado varios minutos ¿siglos? no en la mera contemplación de aquellas patas de bambú sino realmente siendo ellas, o mejor dicho siendo él mismo en ellas. De esto concluye que en la fase final de la desaparición del ego hay un ‘oscuro conocimiento’ de que Todo está en todo, de que Todo es realmente, cada cosa”.
Michaux, por su parte, cuenta que “Por momentos, millares de piececillos de una gigante estrella de mar se fijaban en mí tan íntimamente que no podía saber si era ella la que se convertía en mí o yo quien me había convertido en ella”.
Hoy, gracias a la ciencia, sabemos que la disolución del ego no es un estado disminuido o reducido de conciencia, como sucede durante el sueño o la anestesia”. Incluso, se trata de una sensación que “puede conducir a un estado plenamente consciente en el cual la consciencia de nosotros mismos se confunde con la consciencia de nuestro entorno”.
Al menos eso sostiene Enzo Tagliazucchi, autor de un estudio en el que 15 personas se sometieron a una resonancia magnética luego de haber tomado LSD y cuyos resultados se publicaron en 2016 en la revista Current Biology.
Este investigador de la Academy of Arts and Sciences de Ámsterdam rechaza que la disolución del ego en sí misma entrañe algún peligro, aunque reconoce que puede “causar aprehensión y ansiedad en individuos que no están preparados para esta experiencia, en especial, en aquellos que deseen controlar el viaje de LSD y encuentren, para su gran frustración, que no pueden hacerlo”.
Lo milagroso de la experiencia es que, además de al nivel de la conciencia, puede producirse al nivel del cuerpo que literalmente, como en Michaux, siente diluirse los límites que lo separan del resto de las cosas.
De acuerdo con el estudio, la sensación que experimentan los consumidores de LSD es fruto de una mayor conexión e intercambio de información entre ciertas regiones del cerebro involucradas en tareas intelectuales.
Sin embargo, Tagliazucchi, matiza que, aunque “existe amplia evidencia anecdótica de científicos y artistas que han utilizado el LSD y experimentado momentos claves de creatividad. (…) El problema es que esta gente ya era muy brillante y creativa”, por lo que “Desconocemos hasta qué punto el LSD puede despertar la creatividad en individuos más normales”.
Huelga decir que esto ya había sido planteado por Huxley hace 70 años, en Las puertas de la percepción, donde afirma que en el viaje, “El visionario sin talento puede percibir una realidad interior no menos tremenda, hermosa y significativa (…) que la de un artista, pero carece totalmente de la capacidad de expresar en símbolos literarios o plásticos lo que ha visto”, sin embargo, también anota que la persona que regresa por la Puerta en el Muro ya no será nunca la misma que entró por ella. “Será más instruida, y menos engreída, estará más contenta y más satisfecha de sí misma, reconocerá más humildemente su ignorancia, pero al mismo tiempo estará mejor equipada para comprender la relación de las palabras con las cosas, del razonamiento sistemático con el insondable Misterio que trata por siempre jamás, vanamente, de comprender”.
Bibliografía:
Huxley, Aldous. Las Puertas de la percepción. Cielo e infierno. Edhasa. España, 1997.
Michaux, Henry. Miserable Milagro. La mescalina. Monte Avila Editores. Venezuela, 1969.
Marchan Fiz, Simón. Del arte objetual al arte de concepto. Ediciones Akal. España, 1994.
Barajas Diego, Marco. El LSD diluye la frontera entre la propia consciencia y el entorno. En El Mundo. Recuperado de elmundo.es
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