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Ensayo

Malabarista

Por EMILIA MARTÍNEZ

Soy artista callejera, malabarista de semáforo. Lo más difícil de mi trabajo es recordarme la convicción para seguir haciéndolo. Se vuelve especialmente difícil por su carácter abstracto, también por su inaccesibilidad —solo los malabaristas entienden los malabares. Me he pillado explicándome a mí misma: “los malabares son como la música, es un juego con el tiempo, una construcción a partir de golpes y silencios, una danza que descubre y juega con la naturaleza del movimiento de los objetos y de nuestro cuerpo, a través de objetos. Representa la continuidad, la dualidad, la ausencia y la presencia”.

Así lo explicaría a alguno de esos conductores que al pasar el semáforo me dicen “ponte a trabajar” o, peor aún, a los que me dan una moneda y dicen “te la ganaste por guapa”, si tuviera algún sentido explicarle algo a la indiferencia, que es la implacable guardiana de la ignorancia.

Tampoco los puedo culpar de ser indiferentes en medio de una carrera por sobrevivir y acumular, pero ¿qué sentido tendría ofrecer shows a personas indiferentes, ausentes? Pues ahí donde se rebasa la indiferencia, donde se descubre una mirada entre las masas de reflejos metálicos y luces sordas, es cuando la magia sucede.

Entonces el meollo del asunto ya no está en malabarear, o cantar, o pintar, sino en seguir haciéndolo en toda circunstancia. El artista tiene la necesidad de ser consecuente con esa continuidad de la que habla el arte, esa que representa a la vida/muerte como un ciclo interminable; y para llegar a eso tiene que colocar su voluntad por encima de las determinaciones materiales de su existencia, no alejándose de su realidad pero sí intentando superarla.

“Mind over matter is magic”, escribió Frank Ocean. Pero, ¿por qué hacerlo así, en la precariedad de una calle ruidosa, donde los conductores no respetan ni a otros conductores, ni a transeúntes; donde el valor monetario de mi trabajo es tan variable que parece inexistente?

La hipocresía del público es grande, aquel que me ignora en el semáforo puede ser quien me diga “eres una artista de primer nivel”, si me mira en un show privado; no por la calidad de mi trabajo, sino por el estatus que le represento.

A veces me digo que lo hago por todas esas personas que no tienen el tiempo o las condiciones para consumir arte. Otras veces pienso que es temporal, que es tan solo mientras me convierto en una estrella y consigo ese gran contrato, pero creo que es más honesto decir que lo hago porque es la forma que he aprendido para sobrevivir, la forma que he encontrado para poder malabarear 5 o 6 horas al día sin necesitar un mecenazgo, porque es el único trabajo donde no tengo que acatar órdenes de nadie y puedo vivir viajando.

Mi consuelo: la intangibilidad de algo que, aparentemente, “no sirve para nada”, de algo que pertenece al mundo espiritual — aunque se manifieste de forma física — y me ofrece la oportunidad de darle el valor que yo quiera a mi trabajo; y ese valor no es el de la moneda que me paga el público, ni tampoco el número de aros que soy capaz de tirar, no. El valor de mi trabajo es justamente el de mi vida, todos los días que he dedicado al arte, todos los países que he visitado, todas las personas que he conocido, las que me han enseñado, las que me han contratado, todos los niños que me han mirado asombrados, todos los adultos que se han permitido observarme con ojos de niño. Todos los atardeceres que he mirado a través de la silueta de mi hula-hula.

Cuando este mensaje se transmite y se recibe correctamente, el artista adquiere un significado profundo a nivel social y arquetípico: la locura sí, pero también la libertad. Aunque no seamos libres, aunque, como todos, estemos atados al dinero, al cuerpo, al ego, la representación de este papel tiene un potencial transformador muy importante, por eso apelo a la voluntad de trascender cualquier adversidad para seguir creando, en todos lados, aportando la mejor de nuestras posibilidades. Porque todos los días vivimos, a pesar de saber que moriremos, buscando esa promesa que es la magia.

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