Gonzalo Lizardo
El hombre estaba resuelto a destruirse, y como me había arrastrado al torbellino de su locura, no levanté un dedo para impedírselo. Me quedé quieto y dejé que así ocurriera, cómplice voluntario de su suicidio.
Paul Auster, El palacio de la Luna
En mayo o junio del 2007 me conmocionó el encuentro casual con un amigo poeta al que no había visto en años, y al que apenas reconocí tras su aspecto de indigente. Nuestra plática fue cordial, aunque breve, y sus palabras me permitieron advertir algunos residuos de su talento poético, pero también indicios, acaso fingidos, de su deterioro psíquico. Poco después supe que ese amigo —al que ahora llamo Matías— había abandonado su trabajo, sus libros y la casa de sus padres para vivir en la calle como vagabundo. El encuentro lo narré en un relato, “El poeta alucinado”, y me sugirió el proyecto de escribir una novela autoficcional que recuperara la memoria de mi generación: la historia de esos jóvenes, como Matías y como yo, que nacimos en los sesenta y que experimentamos de cerca el optimismo revolucionario, el desencanto del comunismo y la pesadilla vertiginosa de la globalización.
En ese entonces—no es casualidad— yo estaba leyendo La ciudad de cristal (1985), de Paul Auster, una novela que destrozó mis tópicos personales sobre la narrativa norteamericana. Habituado a autores declaradamente realistas —como Capote, Hemingway o Fitzgerald— no estaba preparado todavía para un relato que entremezclara elementos de novela negra con tópicos filosóficos o lingüísticos:una trama laberíntica en torno a un caso de abuso y abandono infantil, en la que se involucra un detective ficticio llamado Paul Auster y que desemboca en el absurdo.
Estos dos eventos —mi encuentro con Matías y con La ciudad de cristal—se enlazaron en mi mente hace unos días, cuando me enteré de la muerte de Paul Auster y revisé con nostalgia algunas de las novelas suyas que he leído. Me bastó con revisar mis subrayados de El libro de las ilusiones (2002) para constatar,con cierto espanto, que la historia de mi amigo Matías —un joven poeta que se autoexilia de la sociedad— es un motivo común en la novelística del autor norteamericano, y supuse que esa circunstancia me obligaba a renunciar al argumento de mi hipotética novela, o al menos a modificarlo. El libro de las ilusiones gira en torno a Héctor Mann, un actor argentino de cine mudo que se esfuma de Hollywood después de filmar Don Nadie, un filme donde el protagonista bebe una pócima que lo vuelve invisible. Algo semejante ocurre en Leviatán(1992), donde el escritor Benjamin Sachs abandona su carrera literaria para convertirse en un terrorista anónimo, dispuesto a dinamitar estatuas de la libertad, como si así resolviera su dilema existencial entre el compromiso político y el artístico.
Más me inquietó entonces leer El palacio de la Luna (1989), y ver que el tema se repite por doble partida. El primero en “desvanecerse” es el narrador, Marco Stanley Fogg, un estudiante muy prometedor que se desmorona tras la muerte de su tío Víctor y se margina de sus amistades, sus obligaciones, sus proyectos, para vivir como indigente en un parque neoyorkino. El otro es Thomas Effing, un pintor vanguardista y millonario que se hastía de Nueva York y se aventura por el Lejano Oeste para pintar sus paisajes, pero que es traicionado por su guía y termina recluido en una cueva de ermitaño, sin esperanza de ser rescatado. Por distintas que sean sus circunstancias, a estos personajes los hermana un rasgo:todos son escritores, cineastas, pintores, artistas cuya carrera es interrumpida por un golpe bajo del destino, una puñalada del azar que destruye su mundo y los arrastra al vacío, en una caída lenta y dolorosa, pero jamás fortuita, ni inexorable.
Así comparadas, las novelas de Paul Auster revelan su carácter simbólico: por voluntad del azar, capricho de la fatalidad (o fatalidad del azar), sus personajes son arrancados de un mundo más o menos estable antes de tropezar y desplomarse al vacío, emprender un viaje al infierno, una disolución en la Nada. A semejanza de Orfeo, Ícaro, Lucifer y otros venerables pecadores, los personajes de Auster tienen una querencia por el vacío: una fatal inclinación que los hace caer, abismarse en su descenso que se vuelve más dramático debido a su autoconciencia, a sus vaivenes entre la desesperación y la serenidad, a su denostada lucha contra la desesperación,el delirio, la agonía. Entonces y solo entonces viene el milagro. Un nuevo golpe del destino o del azar que los rescata en el penúltimo instante, transfigurados por la experiencia: por una disolución radical de la identidad que les permite reinventarse, redefinirse, resucitar a partir de su abandono.
Desde tal perspectiva, esa “querencia por el vacío” no es exclusiva de las novelas de Auster, sino un rasgo común a toda una tradición literaria. Es imposible no advertir su influjo en los personajes más memorables de Dostoyevski, en novelas como Hambre de Knut Hamsun, en autobiografías como Sin blanca en París y en Londres, de George Orwell, en poemarios como Altazor de Huidobro y Aullido de Ginsberg…o en biografías tan cotidianas como la de mi amigo Matías, el poeta alucinado. Al advertir esa inclinación general del ser humano, el escritor Giorgio Manganelli ha supuesto que poseemos una “naturaleza descenditiva”. Es decir, existe en nosotros una fuerza,más allá de lo humano, que nos apremia, nos invade, nos gobierna y nos arrastra hacia el abismo. Imposible refutarlo. Frente a un sistema que nos obliga al ascenso social, a brincar obstáculos, a vencer cumbres y a conquistar planetas, nada resulta más tentador (y más espantoso) que dejarse caer. Abandonarse al vacío sin resistencia ni lágrimas, a la espera del milagro,de la redención o del olvido.
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