José Alberto Navarrete Lezama
Hace tres años, en un bazar de antigüedades encontré una fotografía en blanco y negro de una familia desconocida, seguramente tomada durante un bautizo. ¿Cómo pudo llegar ahí? Tal vez traspapelada dentro de un libro o en el cajón de algún mueble. Por supuesto, un bazar no es el lugar ideal para una foto familiar y, claro está, no tendrían por qué interesarme retratos de personas desconocidas. Sin embargo, la fotografía captó mi atención, quizá debido a la nostalgia por una época de papel, o porque actualmente esas imágenes impresas son ya reliquias histórico-sociológicas. En todo caso, y contra todo pronóstico, la imagen no me llevó, como podría esperarse, al pasado, sino que me condujo paradójicamente hacia el futuro.
Ese trozo de papel rectangular me recordó que todos nosotros, con nuestros objetos, nos convertiremos algún día en reliquias. Como intuye Georges Didi-Huberman en su libro Ante el tiempo, cuando miramos una imagen –puede ser una vieja fotografía o una actual– estamos no solo en presencia del pasado y presente, sino incluso del futuro, pues es muy probable que esa imagen nos sobreviva. Frente a la imagen, nosotros somos, en palabras de Didi-Huberman, el elemento frágil. Una imagen es el futuro, nuestro futuro, no sin antes sobrevivir a las intemperancias, a los cambios de humor y parecer de las personas. Encontrará un lugar entre las nuevas imágenes y las nuevas tecnologías, así como las pinturas de siglos pasados son digitalizadas a la par que conservadas físicamente.
Volviendo a la foto encontrada en el bazar, quizá puedo ubicar a esas personas dentro de tal o cual clase social, en una época determinada, puedo mirar sus rostros e intuir sus sentimientos: el amor devoto de una abuelita a su nieto casi recién nacido; la sonrisa candorosa de una joven madre; la mirada torva, oculta un poco tras unas gafas oscuras, del patriarca de la familia, y los rostros de circunstancial felicidad de otros hombres y mujeres más. Tal vez es la típica imagen de una familia de clase media. ¿Son también típicos sus gestos y poses? Algunos de los presentes miran hacia la cámara, otros hacia puntos distintos. ¿Acaso mirar a la cámara no es como ver al futuro, ver la mirada que los mira hoy, mañana, siempre? Quienes voltean hacia otra parte son los inadaptados, los que rompen el hechizo, a quienes les apremia algo inmediato en un punto indefinido que escapa a la cámara, los que están atados al presente.
Más allá de todo, los rostros de esas personas son un misterio, no revelan más. La imagen no debe hablar demasiado, precisa conservar cierto grado de mutismo, de otro modo iría contra el decoro, contra la memoria selectiva. Como los espíritus de los muertos, que nos hablan en clave, así nos habla la imagen. Susan Sontag en Sobre la fotografía señala que: “si las fotografías son mensajes, el mensaje es diáfano y misterioso a la vez”. Es en su claridad que son misteriosas. Nos deslumbra el instante que la foto congela, el gesto fugitivo que intrigará a varias generaciones o las mantendrá impasibles, contemplativas. Ya sea que nos lleve a la reflexión, o que nos mantenga imperturbables, el instante fotográfico nos sobrepasa, porque no pertenece a ningún tiempo en concreto, ni al pasado, ni al presente, ni al futuro.
Para las personas de la foto que aún siguen vivas, esa imagen es el pasado que se inserta sentimentalmente en sus presentes. Ellos seguramente no se preguntan cómo esos objetos, en apariencia frágiles, perviven, porque no es el material lo que las preserva, sino la necesidad de los humanos de conservar objetos y recuerdos. En ello radica su solidez, la presencia sólida del pasado en el presente. Pero la pregunta no es cómo puede sobrevivir una fotografía familiar en manos de la familia a la que pertenece, pues la respuesta es más o menos evidente. La pregunta es cómo una foto familiar puede sobrevivir en un lugar poco habitual como un bazar, junto a muebles, libros, lámparas antiguas. ¿Por qué el dueño de ese establecimiento decidió que podía estar ahí, entre otras antigüedades? La pregunta parece trivial, aunque no lo es, remite a algo extraordinario: el respeto a la memoria de otros y no solo a la nuestra.
Del mismo modo es posible que algunas imágenes, como las instantáneas de desconocidos, nos sean tan indiferentes e inofensivas, que no valga la pena ni destruirlas. Entre el respeto y la indiferencia, logran vivir años, quizá siglos. Debido a los materiales de que están hechas, las imágenes son, por lo regular, tan frágiles, pueden borrarse o destruirse fácilmente. ¿Será un desafío para las personas? Obliga a preguntarse: ¿qué tan importantes son esos recuerdos?, ¿somos capaces de respetar el pasado de los otros y no únicamente el nuestro? Si el momento de la foto es el instante privilegiado, como sugiere Sontag, esa imagen al ser conservada durante años contiene un instante doblemente privilegiado, pues ha podido sobrevivir a la fragilidad, a la destrucción.
Probablemente los futuros soportes de la imagen parezcan más etéreos que lo digital, ya no requeriremos de pantallas. No existe un interés por hacerlos perdurables porque tampoco nos conviene. Las imágenes son también eso que puede ser destruido, pues así como nos fascinan, por igual les tememos, tememos a su capacidad de influir en nuestra memoria. Ellas representan una amenaza contra el devenir que intenta siempre ir hacia adelante. Por eso la memoria es selectiva, y selectivas nuestras estrategias para conservar aquello que consideramos importante. ¿Qué pasaría si no pudiéramos destruir aquellas imágenes que nos incomodan personalmente? Esa conciencia es la que alimenta el temor hacia nuestras fotos que pueden circular en internet por tiempo indefinido. Pero, en otras circunstancias, sobre todo aquellas que involucran las imágenes de los otros, destruir una imagen puede implicar grandes dilemas éticos.
Quienes crean tecnologías de la imagen tienen por principal interés conseguir una experiencia más envolvente con ellas, un tipo de experiencia que nos llene, nos colme de cierto dominio de lo que vemos. Esta es la dirección que ha seguido el desarrollo de dichas tecnologías. Esto, diríamos, es el futuro de la imagen. ¿Llegará el momento en que las imágenes y la realidad sean una y única cosa? Es que nunca han sido cosas distintas y opuestas. Las imágenes forman parte de lo que hemos convenido en llamar realidad, no la copian, no pasan por ella. Son un deseo de ver, mirar algo que está ausente, o que no podemos ver a simple vista, o es una idea abstracta. Su finalidad es ampliar el campo de lo visible, redefiniendo, de paso, lo real.
Si las imágenes viven mucho tiempo, es por capricho de nosotros mismos. Es alentador pensar que, pese a todo, seguimos teniendo el control sobre ellas. ¿O no es así?, ¿Es que estamos tan saturados de imágenes, como se suele decir, que ya no podemos librarnos de su influjo? Esta es la pregunta actual. Esta es, creo, la cuestión de todas las épocas, y ella es precisamente la que nos salva un poco de su poder. Para el filósofo William J. T. Michel, sobreestimamos ese poder, creemos demasiado en él porque ello nos brinda la ilusión de que luchamos contra algo, que oponemos resistencia. Poderoso o no, todo nuevo tipo de imagen carga consigo su propia decadencia, y con ello anticipa la muerte de la generación de humanos que ha sucumbido ante su seducción; es una reliquia que nos llega del futuro.
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