David Ojeda
A continuación incluimos un breve recuento sobre los talleres en el norte del país hecho por David Ojeda en la primavera del 2000 a manera de introducción para abordar otro tema también recurrente: la deuda que se tiene con la escritura hecha por mujeres; en este caso, el de una joven narradora y ensayista potosina: Irma Dávalos.
La variedad de temas abordados por el autor en su colaboraciones publicadas en diferentes medios nos lleva a inaugurar con este texto una serie de recuperaciones que aparecerán a partir de este número de Los Testigos de Madigan.
*Este texto es una recuperación de las colaboraciones sabatinas para el periódico “Pulso”, de San Luis Potosí.
Entre fines de 1989 y principios de 1993 coordiné en una primera etapa el Taller Literario de nuestra Casa de la Cultura. Desde fines de 1998 y hasta la fecha lo hago de nuevo. Ese espacio de trabajo para creadores, como es posible que Usted sepa, cuenta con una tradición sobresaliente en la historia potosina. Establecido el 24 de mayo de 1974, a iniciativa del arquitecto Cossío, director de nuestra Casa, el taller fue auspiciado por la Dirección de Literatura del INBA y por el municipio de nuestra ciudad, entonces encabezado por el poeta Félix Dauajare.
En su primera época el taller le fue encomendado, por las autoridades del INBA, a Miguel Donoso Pareja, un escritor ecuatoriano que vivía en nuestro país como refugiado político. Él realizó una labor sobresaliente.
Eso sirvió como base para que después el propio INBA (la gran institución cultural del país antes de la creación de CONACULTA) le encomendara la coordinación de un programa nacional de talleres literarios.
Donoso coordinó el taller de nuestra casa desde sus principios y hasta el mes de febrero de 1982, fecha en que se repatrió definitivamente. Poco antes de su partida, Donoso legó la coordinación de este taller al poeta José de Jesús Sampedro (Zacatecas, 1950), quien se hizo cargo del mismo durante poco menos de un año. A partir de febrero de 1983, luego que Sampedro decidiera dejar el taller, la Dirección de Promoción Nacional del INBA le encargó esa tarea al narrador Roberto Bravo (Villa Azueta,Ver., 1947). Éste desarrolló su labor —hasta el año de 1987— con menos acuciosidad que la que tuvieron, en su momento y cada uno a su manera, Donoso y Sampedro. Ello motivó que el taller pasara por un cierto período de medianía.
Luego de Roberto Bravo, la coordinación del taller le fue confiada a nuestro paisano, Alberto Enríquez (Aquismón, S.L.P., 1950), quien durante poco más de dos años se encargó de él.
Por mi parte, tras haber sido integrante del taller desde su primera sesión, en mayo de 1974, tres años de estancia en él le dieron motivo a Donoso Pareja como para considerar que yo me había capacitado para encargarme de algún taller. Y entonces, dentro del programa nacional de que se hizo cargo en la materia, me envió al que se inauguraría en la Casa de la Cultura de León, en 1977. Después, con los años, llegué a dirigir talleres en diversas ciudades del país, siempre dentro del ámbito institucional del INBA. De este modo, a lo largo de 10 años anduve por Saltillo, Monterrey, Torreón, Ciudad Juárez, Aguascalientes y Puebla.
A partir de 1987, sin embargo, cuando ya sólo coordinaba el taller del Museo de Arte e Historia de Ciudad Juárez, cansado de tener que viajar tanto, decidí dejar los talleres del INBA (e inminente CONACULTA). Para entonces, sin embargo, coordinaba un taller en la Universidad Autónoma de Zacatecas debido a que llevaba ya 5 años como maestro e investigador en esa institución. Por esas fechas, también, ocurrió que Félix Dauajare y yo pedimos el apoyo de nuestra Casa de la Cultura para reunirnos en ella cada semana, en lo que decidimos nombrar Seminario de Literatura.
El grupo creció pronto: Mario Alonso, Alberto Enríquez, Eudoro Fonseca, Laura Elena González, Julio Rangel, Fernando Sifuentes, entre varios más, estuvieron en uno u otro momento en dicho Seminario.
De este modo, cuando Enríquez decidió dejar la ciudad, a fines de 1989, la coordinación del taller de nuestra Casa de la Cultura quedó en mis manos. Estuve a cargo de él, en esa etapa, hasta principios de 1993. Y aquí llego, luego de un preámbulo que me pareció necesario, a lo que en esta ocasión quiero compartir con Usted.
No recuerdo con precisión la fecha. Era un sábado por la mañana y se trataba de uno de esos días tibios y luminosos de primavera, en 1991. Me encontraba solo aún en el local de la Casa de la Cultura donde sesiona el taller. Y entonces llegó una muchacha a solicitar su ingreso. Con el cabello largo y un poco ensortijado, rubio, sin ningún tipo de maquillaje y con unos grandes lentes tras los cuales sus ojos azules parecían un poco perplejos y al mismo tiempo llenos de seguridad, dijo llamarse Irma Dávalos cuando le pregunté su nombre.
Una de las primeras cosas que he acostumbrado hacer ante un nuevo solicitante de ingreso en los talleres que he coordinado es la de preguntarle algunas cuestiones, según yo para darme una idea más o menos cabal de su persona. Y en el caso de Irma Dávalos, como pocas veces, entendí muy pronto que me encontraba ante alguien con talento y sensibilidad más que sobresalientes. Sus lecturas y sus juicios, su actitud y los textos que me mostró, daban prueba de ello.
Ella permaneció en mi taller hasta 1992, año en que decidió mudarse a la Ciudad de México, para realizar un posgrado en literatura en la Universidad Iberoamericana. Y durante el tiempo que me honré en trabajar con ella en el taller, descubrí pronto una personalidad llena de complejidades. Era una mujer brillante y a muchos podía parecer tímida.in embargo, una mirada más atenta y profunda les hubiera descubierto el caso de esas mujeres que voluntariamente renuncian al mundo de la femineidad, entendida ésta como esa suma de frivolidades y características psicológicas que las ideas dominantes le imponen a la mujer: atractivo físico potenciado por afeites y poses y maquillajes, personalidad caprichosa y un poco histérica, desprecio permanente por toda actividad intelectual, preferencia por la vida social, maternidad y matrimonio como la sustancia y las culminación ideales de su vida.
En el taller todos nos dabámos cuenta de la seriedad y la avidez mental de Irma. Filósofos y libros y escritores, obras y datos e historias, eran su alimento permanente. Y cada cierto tiempo, además, llevaba algún cuento que nos leía con una voz cuya monotonía expresiva no era obstáculo para que todos en el taller descubriéramos, en sus textos, una gran intensidad.
Los cuentos de Irma, con personajes en situaciones extremas, tenían un denominador común: el tema de la muerte explorado desde muchos puntos de vista y con variantes.
Por esas fechas, creo que en 1992, el padre de ella murió. A lo largo de unos meses (o tal vez sólo fueron semanas) nos dimos cuenta en el taller de todo el proceso porque Irma nos enteró del tumor canceroso en el cerebro de él.
En varias ocasiones hablamos ella y yo de ese hecho. Y entonces, creyendo que yo le servía para desahogarse, descubrí que ella en verdad no buscaba ni requería desahogo. Aunque mucho le dolía el padecimiento y la condición terminal de su papá, se esforzaba por mantener una gran objetividad ante ello. Al final, sin embargo, tuvimos una charla de la que obtuve una certeza:
Irma veía en la muerte más un dilema intelectual que un episodio doloroso; y también suponía que se trataba de un tránsito más necesario que posible para una mujer que de alguna manera se encontraba incómoda en una cultura que le proponía el ineludible esquema de la “femineidad”, sobre todo de esa femineidad potosina conservadora, boba y presuntuosa, dada al chismorreo y la maledicencia, que tanto padecemos en nuestra ciudad.
Irma Dávalos, acaso por eso y algunas otras cosas, prefirió quitarse la vida —lo que estoy seguro que hizo con gran lucidez y prestancia, en un acto que mucho tuvo de manifiesto intelectual y estético— hace poco más de un año. Lo que en su momento comenté para Usted en esta columna.
Hoy, sin embargo, vuelvo a escribir de nuestra Irma Dávalos porque acaba de aparecer publicado un libro con sus cuentos y algunos de sus poemas: Para alcanzar la luna (Ed. Casa Juan Pablos—Ediciones sin nombre, México, 2000). Pero comentarlo, hablar más de la obra y la vida de Irma Dávalos, será una tarea que dejaremos pendientes hasta el próximo sábado.
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La primera publicación de Irma Dávalos apareció el año de 1995. Se trata de un cuaderno que reunió diversos esfuerzos editoriales bajo la iniciativa de “Mundo y Aparte”, un grupo de gestión cultural encabezado por Fernando Sifuentes que no obstante su corta vida propició interesantes proyectos. Dicho cuaderno, bajo el título de La noche está llena de agua, fue presentado la noche del martes 23 de mayo de 1995 en la Casa “Ramón López Velarde”, espacio que había sido inaugurado apenas unos días antes, el 15, con el objeto de enriquecer la vida cultural de nuestra ciudad.
Esa noche, como presentador y comentarista, me sentí muy orgulloso de ver concretados el talento y la dedicación de esta escritora. Ella, para entonces, tenía ya casi tres años de haber dejado mi taller, en la Casa de la Cultura, con el fin de continuar estudios de posgrado en la Ciudad de México. Y luego de ese tiempo me dio gusto entender que su inteligencia y su talento se habían desplegado hasta mostrar una joven —para entonces tenía 28 años— de extraordinaria presencia anímica.
Tras la presentación hubo un convivio en el que tuve oportunidad de hablar con Irma de sus planes y su proyecto de vida, lo que hicimos a lo largo de unos minutos. Físicamente nada había cambiado en ella; no obstante, algunas sombras notaba yo en sus ojos azules, destellos de los que uno debía obtener una sola información: Irma extrañaba un mundo que sólo ella conocía o imaginaba.
En algún momento de nuestra plática le comenté a Irma que uno de los proyectos en marcha, por parte de una de las editoriales que habían publicado su cuaderno, era la aparición en un solo volumen de la obra completa de nuestro más importante poeta potosino: Félix Dauajare. Esa noticia le encantó. En el taller de nuestra Casa de la Cultura hay una presencia puntual e infaltable, la de Félix Dauajare. Y él se brinda a los jóvenes escritores con un entusiasmo y una modestia encomiables. Lo que gente con una sensibilidad y un talento como los de Irma Dávalos debe notar de inmediato. Acaso por eso ella decidió ahí el tema de su tesis de maestría en literatura en la Universidad Iberoamericana: la poesía de Félix Dauajare.
Me tocó después la fortuna de recomendar a las autoridades del caso la publicación de ese trabajo. Y éste apareció al mediar el año de 1997, con el título Una puerta tras otra puerta: pesimismo y escritura en Félix Dauajare (Ed. Ponciano Arriaga, México, 1997). Por otro lado, a fines de febrero de 1997 se programó la presentación de diversos libros publicados por la editorial Ponciano Arriaga a lo largo de un año. Ello ocurrió en la Feria Internacional del Libro organizada por la UNAM en el Palacio de Minería de la Ciudad de México. Entonces vi a Irma por última vez. Ella acudió a la invitación que le hicimos para presentarse como joven escritora potosina. Ya con varios años de residencia en la Ciudad de México, Irma fue a su lectura acompañada de algunos amigos que la trataban con una mezcla de camaradería, deferencia y afecto, lo que me hizo sentir con gusto que ella se labraba poco a poco un buen prestigio académico y literario.
En mi caso, luego de la lectura me le acerqué brevemente para comentarle que en unos meses más estaría listo su libro sobre Dauajare. A ella le dio alegría. Después, la marea de los pequeños grupos que se hacían y deshacían al término de la lectura nos separó, sin que Irma y yo nos diéramos cabal cuenta de ese hecho. Al final, para despedirme, la busqué con la mirada y la vi a unos metros de distancia. Le hice un gesto de adiós con la mano y ella me vio con un dejo que mezclaba melancolía y solidaridad.
Alrededor de dos años más tarde, la noticia de su muerte me hizo revivir
su gesto y dotarlo de significados. En “La noche está llena de agua”, la primer publicación de Irma Dávalos (Ed. Ponciano Arriaga—Museo Casa Othón—Mundo y Aparte, México, 1995), se reúnen los cuentos que ella llevó al taller de nuestra Casa de la Cultura durante su estancia en él. En su caso ocurrió uno de esos hechos más bien raros en los talleres: el autor sin desperdicio. Porque sus cuentos apenas merecían pequeñas sugerencias. Ya, cada uno, era un texto redondo, surgido de una sensibilidad y una intuición narrativas inusuales. Dicho cuaderno incluyó nueve relatos: “La verdad de la rana”, “Mujer de carne sobre tornasol”, “La pesca”, “Ernestina y el periódico”, “El circo”, “Las hojas de la teoría de la vida”, “La noche está llena de agua”, “Ríos lunares” y “La última sábana de lodo”.
Ahora, la aparición del libro póstumo que motiva estos comentarios, Para alcanzar la luna (Casa Juan Pablos—Ediciones sin nombre, México, 2000), nos permite ver reimpresos los cuentos del cuaderno. Pero a ellos se suman tres narraciones inéditas: “Al ras de polícromos espejos” (un cuento extenso, con personajes y tonos llenos de simbolismo), “Ruin cadáver azul” (un texto en el que la angustia psicológica de la que proviene la voz narrativa casi cobra tintes de horror) y “Ojos”.
Para alcanzar la luna agrega también poemas que Irma dejó inéditos y dispersos (aunque ahora el término “dispersos” sólo pueda referirse a su situación en un disco duro), al igual que una sólida nota introductoria de Esther Seligson, escritora a la que Irma trató en los últimos años debido a que preparaba un trabajo sobre ella para obtener su doctorado.
Los cuentos de Irma en este volumen exploran diversos asuntos. Entre ellos sobresale el de la muerte. También, los espejos, el agua, la naturaleza, la relación de pareja y el entramado de la familia, algunos elementos religiosos y sus correlatos morales, nos permiten testimoniar una sensibilidad muy penetrante y tensada en grado extremo. Así reconocemos una escritura sorprendente, si tomamos en cuenta la edad de su autora y el grado de control sobre su lenguaje y sus recursos formales y estilísticos: voces y planos narrativos, tipos de discurso, visiones del mundo y grado de información.
Con todo, es el tema de la muerte la principal sombra que se proyecta desde y hacia el libro de Irma Dávalos. Así, en “Al ras de polícromos espejos” nos dice uno de sus personajes: “Pongo mis ojos frente a los tuyos. Labro mi ser en ellos que se ven siempre en la agonía de un rumor rojo fúnebre. Son todos los espejos cementerios en los que mis huesos tienen tu carne” (p. 53).
En este sentido, Esther Seligson reproduce en su nota introductoria algún juicio de Gastón Bachelard que ella considera muy ceñido para casos y obras como las de Irma Dávalos: el de “aflicción existencial crónica”. Consideración acertada, aunque en parte. Pues la aflicción de Irma venía desde mucho más allá del mero aquí y ahora ontológicos (pues no hay un allá ni un mañana para el ser, anclado en la mera experiencia sensible). Una de las claves para entenderlo así descansa en los diversos capítulos que dedica al estudio de la obra de Félix Dauajare. Ahí, siguiendo las vías del pensamiento de Schopenhauer, anota Irma: “¿Es el arte una solución a los problemas de la vida? El arte es apenas una chispa de luz con poca duración” (p. 38). Y añade, en las reflexiones finales, lo que parece ser más un propósito desesperado que una tesis académica: “A pesar de esto se opta
por la vida. El barco debe seguir en el mar incluso cuando los binoculares de la razón no muestren el territorio al que apunta la brújula. Pesimismo, sí, pero que sirve para dar aliento a las velas de lo posible, a las puertas que infinitamente se abren y se cierran al compás del desconsuelo y de la espera” (p. 96).
Con todo, la poesía de Irma Dávalos incluida en Para alcanzar la luna es la que conserva la palabra más poderosa y conmovedora de esta escritora. Lo que a continuación atestiguaremos Usted y yo:
“Siempre la muerte
con sus cuencas ciegas y sus trapos
poniendo letreros roncos en el pizarrón de los velatorios
acurrucando las cenizas queridas al lado del viento
cambio de planes
la vida me ha respirado más hondo que a ti
y todos los mares que te rodearon
y los pies descalzos que pusiste sobre sus playas
y todo el amor que te esperaba en nuevos brazos
en otros lechos
y toda la construcción de tu conciencia
se fueron a ese pozo donde la luna es un fantasma ciego
los difuntos son así
un silencio que se traga los adioses con su boca de polvo,
un sol negro, un son mudo.” (p. 119).
Este fragmento de Irma Dávalos, a propósito, pertenece a un poema que ella dedica “a Tere”, una amiga de ella que murió. Y acaso Irma supo al escribirlo que ponía en mi boca, y en la boca de todos sus amigos, las palabras con las cuales pudiéramos alguna vez despedirnos de ella, homenajeando su obra y el gesto valiente de su muerte. ¿No cree Usted?.
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