Por allá en los años finales de la década llamada “los ochenta”, yo era un carpintero más oscuro que mi piel. Tenía treinta años y la primaria terminada, amén de varios intentos fallidos de hacer la secundaria. Mi hermano Marco Antonio, cuatro años menor que yo, él sí se dedicó a estudiar y se juntó con tipos y tipas interesantes: teatreros y escritores, sobre todo. Entre los actores estaba Joaquín Cosío, integrante, junto a Perla de la Rosa, del grupo Aleph, que dirigía el maestro Ernesto Ochoa Guillemard, en el Tec de Juárez. Cosío también formaba parte de un grupo de escritores, el Taller Literario del Museo de Arte del INBA. El museo estaba dirigido entonces por el desaparecido arquitecto José Diego Lizárraga, quien fue su segundo director, y el taller lo coordinaba un escritor potosino: David Ojeda.
A través de aquellos amigos de mi hermano Marco Antonio, conocí poco a poco a ese grupo de jóvenes que hacían ruido, se burlaban de todo y tenían un gran ingenio al hablar. Me parecían extraños: limpios e inteligentes, educados, bien vestidos, iconoclastas, fresitas y medio intrépidos. Ajenos, sin duda, a la gente que yo acostumbraba tratar, es decir, los trabajadores de oficios elementales y mal pagados: albañiles, carpinteros, zapateros, desempleados. Entre estos cabroncitos medio catrines no había ni siquiera un drogadicto, un raterillo que hubiera caído al bote como la gente de mis barrios. Esos “raros” eran los artistas, los escritores, sobre todo, cuya visión del mundo, cuya ambición de comerse al mundo transformó de manera radical mi existencia y la de mi familia para siempre y no sé si para bien. Ese grupito tenía un líder espiritual que no se llamaba Gandhi ni Buda ni Octavio Paz: era un pequeño dios llamado David Ojeda. A quienes escuché mencionarlo antes de que me lo presentaran, yo los veía como una especie de monjes fieles al padre prior de un monasterio. Yo pensaba que era una veneración excesiva, una sobrevaloración de la personalidad o de las cualidades de un simple ser humano. Eso creía yo, pero con el tiempo comprendí la naturaleza de ese afecto que, aunque podía llegar a extremos de no fácil comprensión según mi punto de vista, era la fuerza de la amistad. Una amistad poderosa y construida a fuerza de advertir afinidades, descubrir las diferencias y forjar toda una vida de actividad común, interés mutuo y apoyo incondicional. Ese apoyo consistía sobre todo en la enseñanza generosa del maestro y la entrega total de los alumnos y amigos. En otras palabras: el escritor y académico ofreció cuanto sabía y los pupilos estudiaron como no suele hacerlo un estudiante universitario: lecturas abundantes, prácticas frecuentes, crítica intensiva y constante fueron formando a un puñado de verdaderos artistas de la palabra.
También, por qué no admitirlo, se fueron decantando los talentos y de un grupo inicial destacan, como es natural, algunos cuantos que han brillado y han sido influencia, ejemplo para generaciones posteriores. Ya en los años finales del taller que coordinaba Ojeda escuché a personas jóvenes hablar del primer poemario de Cosío, de los textos de Rosario Sanmiguel, como las muestras a imitar por los noveles autores. Aun cuando no se dedicaran a las letras, varios alumnos juarenses de esos talleristas destacan en alguna actividad artística, porque lo aprendido, más que un cómo hacer, fue una actitud ante la vida, una ética que impulsa a llevar un trabajo hasta su máxima altura. Así que hay músicos, actores, poetas y narradores que con orgullo se dirán alumnos y amigos de David Ojeda, o que se formaron bajo el influjo de quienes acudían a su taller en el INBA de Cuiudad Juárez.
Cuando la gestión de David como coordinador terminó, en 1989, tuve la audacia de solicitar mi ingreso y la suerte de ser admitido, esta vez bajo la dirección de Jorge Humbero Chávez.
Pocos años después de conocer a David solo de oídas, me vi de pronto en una sala donde Jorge Humberto y Ojeda discutían sobre mis escritos. “Esto sirve, esto no”. “Esto tal vez se salva. Esto mejor que se quede fuera”. Era todo lo que yo escuchaba, pues estaban ayudándome a ordenar mi primer libro de poemas. Las amistades de mi hermano Marco Antonio me habían llevado a desear esa vida extraña y a leer más de lo que acostumbraba. Incluso me atreví a escribir y a solicitar mi ingreso en la siguiente generación del Taller, dirigido ahora por el hijo dilecto del maestro Ojeda.
La conclusión de todo esto es que, como dije en un principio, mi vida y la de mi familia se transformaron por influjo de la literatura, que antes yo solo tocaba por encima, sin pelearme con ella, sin sufrirla ni profundizar en sus radiografías y cartografías del mundo y del alma humana. El contacto personal con ese hombre que una vez llegó desde San Luis Potosí fue breve y esporádico. Unas cuantas veces compartimos el vino en las reuniones. Unas cuantas veces tuvimos conversación, siempre amistosa de parte suya, por cierto, como si fuéramos viejos conocidos. Sin embargo, el poder de ese hombre que amaba intensamente la literatura y a sus alumnos-amigos fue y es una presencia permanente. Mentiría si dijera que no fui beneficiado por él, influido por su actividad. Sin duda soy también alguien tocado por él, rozado apenas quizá, pero con efecto transformador y, desde este punto de la vida, lo saludo y ofrezco mis respetos y brindo por el buen recuerdo que nos deja. Salud, maestro David Ojeda, donde quiera que te encuentres.
Agustín García Delgado
Ciudad Juárez, 17 de octubre de 2017
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