Por JESÚS NAVARRETE LEZAMA
Cuando era niño leía lo que fuera. No tenía opinión sobre
nada, solo el hábito. Todos los libros me parecían buenos; ahora, con suerte,
solo algunos, y en ocasiones.
Cuando era niño no había tiempo para preguntas como “¿para
qué sirve leer?”. Si no tenía un libro, bastaba una historieta, una revista, un
periódico atrasado, y hoy sigue siendo así.
Leo por necesidad, por obligación, por gusto. Leo porque lo
tengo que hacer. Pero aún en los textos más áridos no pierdo la esperanza de
encontrar un juego de palabras, una frase provocadora o bien construida.
No obstante, hay una duda que siempre me asalta: ¿esto que
leo, podré recordarlo después?
Lo cierto es que no, por eso me volví un acumulador de
citas. Confieso mi debilidad ante un argumento sólido, más aún si este es
controvertible, pero no soy un coleccionista de ideas, ni pretendo pasar por
erudito.
Me equiparo más bien a las personas que sufren trastorno de
acumulación compulsiva, porque del mismo modo que ellas se angustian ante la
idea de deshacerse de los objetos, yo me angustio ante la posibilidad de dejar
de registrar al pie de la letra una frase, quién la ha dicho o escrito, y por
supuesto, dónde la he leído. Por eso, aquí y allá, en documentos de Word, en cuadernos,
en papeles sueltos, anoto las frases que me cautivan.
El desorden se extiende a los borradores de mis cuentos, a
mis notas periodísticas, a mis intentos de diarios, iniciados, abandonados,
retomados, una y otra vez, a la carpeta de borradores de mis correos
electrónicos… Y ahí se quedan, hasta que el azar o la necesidad vuelven a
ponerlas ante mi vista.
De esos rincones proviene esta segunda y última entrega de Citas citables. Las fuentes, y los temas, como anticipa esta nota introductoria, son aleatorios.
***
Cuando aprendí a leer, devoraba los libros, y pensaba que eran como un árbol, como un bicho, algo que nace. No sabía que había un autor detrás de todo.
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