Por JOSÉ ALBERTO NAVARRETE
En el campo o en la ciudad, a pie, en coche o bicicleta, descubrir una nueva ruta, un nuevo camino, una vereda hasta entonces desconocida, es la felicidad del viajero experto como del transeúnte que, con la holgura de no tener que llegar a tiempo a un determinado sitio, puede darse el lujo de dar rodeos, detenerse unos segundos para considerar las opciones, volver sobre los pasos, comprobar que no se ha perdido, y continuar con la confianza de que posee el tiempo, que el tiempo es suyo.
Poseer el tiempo es poseer el camino. Acortar los pasos, hacer largo el trayecto, prever un descubrimiento feliz, lo nuevo, lo nunca antes visto: “Al torcer y meterme en una calle lateral, ‘¿dónde estoy?’. ¡Aquí no he estado aún nunca! Va a ser un momento inaudito, del mismo modo que, a la vista del claroscuro de los espacios intermedios de un seto, sobrevendrá el sentimiento del pionero ‘¡Nuevo Mundo!'” (Peter Handke).
Pero, sobre todo, alargar el camino. El camino ya no es ruta, es casi lugar de llegada, extensión que hay que recorrer con plena conciencia. Sentidos alertas, pasos lentos, pensantes, torpes, inseguros, temerosos ante lo nuevo. Extraños que llevamos inscrita la extrañeza en el cuerpo, en cada movimiento de los pies, de los brazos, la mirada inquieta. ¿Advierten los demás nuestra inseguridad, ese no-saber? ¿Sus miradas son de desconfianza o de desconcierto?
Si “andar es no tener un lugar […] proceso indefinido de estar ausente y en pos de algo propio” (Michel de Certeau), pretendemos al menos apropiarnos del camino, agotar el espacio. Verlo todo, oírlo todo, olerlo todo. Todo de una vez. Brincamos de una acera a otra, nos detenemos unos segundos, intentamos distinguir si la calle tiene un olor singular o su propia fauna, ¿cuántas personas han pasado por aquella casa de muros carcomidos? Arribamos a la esquina, y ya con cierta perspectiva, ¿es igual a las demás calles?
En filosofía, el método es un camino. La palabra en latín metodhus, que a su vez deriva del griego μέθοδος, significa “búsqueda” o “camino”. En la senda del conocimiento, para el filósofo no hay un destino cierto, verdadero, lo único seguro es que tiene que recorrer un largo trecho. Más que una proposición, un hecho o una ley, el conocimiento es una senda desconocida que se recorre a lo largo y ancho. Pensar es recorrer, temerosos, una nueva ruta que, ¿conduce al mismo lugar al que han llegado otros? El filósofo solo sabe que no conoce el camino.
Y en una mañana de domingo, un día sin responsabilidades, la luz del sol se cuela por las ventanas, un día para quedarse en casa soportando el tedio que llega, puntual, con las primeras horas de la tarde, o para salir a cumplir con el ritual de esparcimiento de la clase trabajadora; “entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes” (StigDagerman), y el día ya no es otro día más, es incluso otra cosa, un sendero que se extiende, desconocido, ante los pies.