Por Emilia Martínez
L as dunas hablan con el viento. Hacen “shhhhh, shhhhhhh”. Piden silencio para que puedas presenciar ese espectáculo que ocurre en la más absoluta soledad, en la ausencia, no de ruido, sino de voces, de máquinas, de lo humano. Pero, más que conversar, las dunas y la brisa danzan. El aire las acaricia, las esculpe y de ese susurro que parece expandirse hacia las estrellas y de regreso, emergen senos, nalgas, ombligos, pliegues que se desdoblan infinitamente por toda la superficie del desierto que parece no tener fin y semeja cuerpos de personas gigantes que yacen enterradas y cuyas protuberancias surgen, descubiertas por el viento que se vuelve arqueólogo a la vez que artista, agricultor, terrorista.
Las dunas hacen “shhhhhhhh”, y el sol camina frente a ellas, las acompaña a lo lejos y colorea el cielo. Las dunas y el viento no se sueltan. Sus voces parecen tan antiguas que una no se imagina que esa danza, alguna vez, hace milenios, fue del viento con las olas; que esa quietud perpetua no es quietud, es el ritmo astronómico al que responde nuestro mundo -del que podríamos percatarnos si no nos rigiésemos por relojes y quincenas-. Esa quietud es el tiempo del cambio perpetuo: un día tú vas a ser del mar, y otro día, después, el mar va a ser de arena.
El desierto dice “shhhhh, shhhhh”, y en medio de ese susurro que se confunde con el silencio, me aturde una pregunta: ¿qué pasaría si me interno ahí? ¿moriría sola? ¿sufriría? ¿o sería esa la única manera de unirme a esa hipnotizante belleza que me llama, que me invita a dejar todo pensamiento racional, incluso todo instinto de preservarme en este cuerpo, para fundirme en el máximo poder, ser musa y artista, contenedor absoluto de la vida.
Qué ingenua me siento cuando me doy cuenta de que hasta el barro con que construimos nuestras ciudades es transitorio; toda certeza humana es transitoria. Tengo que eludir el desdén hacia las palabras humanas después de asumir -por un momento- ese hecho, que es mágico.
Siempre creí en la magia, en los sucesos inesperados. La espontaneidad y la ruptura siempre fueron, para mí, lo que valía la pena de la vida. Ahora sé que vivir con la posibilidad abierta a lo inesperado es vivir en estado salvaje. Un animal carece de toda certeza, tampoco la necesita porque eso, en su mundo, es inconcebible, no existe, se rige por un ciclo que siempre se repite (el de la vida y la muerte) y ese hecho es tan certero que el animal ni siquiera necesita recordarlo.
El mundo humano, en cambio, es una ilusión de “control” y “trascendencia”. Lo desconocido asusta, es tabú, por eso se mantiene alejado; solo exploramos en vacaciones, la especulación genera crisis económica, y ser extranjero es difícil, casi en cualquier lado.
El suceso más inesperado (y mágico) es la muerte, y es concebido por casi cualquier occidental como una tragedia. La magia existe, en la contraposición de esos dos mundos, allí donde nuestra ilusión se desdibuja y nos deja ver -solo por un momento- el mundo salvaje.
***
En la costa sur del Perú, más allá de las dunas de arena, yacen, resguardadas por enormes acantilados, peculiares playas de aguas frías, de arena blanca y roja. En los riscos que las amurallan, se pueden ver las capas geológicas: en ese lugar, hace miles de años se partió la tierra. Un disco de arcilla hendido, como una masa a merced de fuerzas descomunales. Un recordatorio de nuestra irrelevancia en la historia del universo.
Playa La Mina es un paraíso, un escenario exotiquísimo para mis ojos acostumbrados a playas tropicales. El cielo pálido, reflejado en el mar, escupe un azul tan tenue, tan único, que tengo la sensación de que nunca antes he conocido ese color, que casi es blanco, pero no. Las plumas de las aves costeras caen en cámara lenta, planeando desde las alturas.
A mi lado, personas de todos los colores, tamaños y formas, echan un vistazo a la postal. Un hombre hincado en la arena mira hacia arriba, luego se moja la cabeza y agradece con los brazos abiertos. Solo los infantes nadan en el agua helada; más adentro nadan los pingüinos y los lobos marinos. Es un escenario perfecto. Y pienso ¿cómo puedo agradecer a la tierra, la autora del espectáculo, si no hablo su idioma?
Podría ofrecer todo mi dinero, recolectar el oro del mundo para ella. ¿Qué sucedería? Se lo tragaría todo, pues siempre le han pertenecido, antes que a nosotros, todas las riquezas. No hay nada que yo le brinde, ella me lo ha dado todo.
Se me ocurre de pronto que un buen regalo sería irme de ella. Morir. Creo que sería bueno que todos aquí nos fuéramos. Pero reconsiderando ese pensamiento radical, se me ocurre que una buena ofrenda sería una performance.
Lo que quiero decir, realmente, es que no hay un idioma en el planeta que me sirva para hablarle a la naturaleza. Las palabras son exclusivas de la especie humana.
“Un hombre sin palabra es lo mismo que una cabra”. ¿Y una cabra con palabras es lo mismo que un hombre? Fuera de nuestro entendimiento, las palabras no son diferentes de los ladridos. ¿Y cuál es nuestro entendimiento de las palabras?, aquellas que indican, que significaron y significan, hasta que pierden todo nexo con su objeto inicial, significan hasta que engañan, no engañan en una malintencionada perversión, sino que lo hacen porque la infinitud de sus posibilidades nos rebasa.
Son como plastilina, podrían construir cualquier cosa, la más inconcebible, la más terrible, la más genial. Pero que esa cosa rebase la categoría de pisapapeles, bueno, eso es otra historia. Hoy día, la forma más común de utilizar la palabra se parece mucho al sistema de producción lineal que manufactura basura, que se ve bien pero que carece de una verdadera razón de ser, además del sentido de seguir produciendo y vendiendo mercancía.
A pesar de eso, son las palabras esa plastilina con la que moldeamos nuestro mundo, individualmente y como sociedad también. Porque las palabras son nuestra verdad, en un sentido nietzscheano, son un acuerdo, un voto de confianza, la certeza de que sentimos y percibimos una misma cosa. Las palabras nos unen, primero como pueblos, luego como colonias, así expresan su ambivalencia, como herramienta de unión y de sometimiento, pues, ¿qué es la determinación de una unidad, sino el exterminio de todo lo demás? El exterminio en la dimensión de las palabras equivale al silencio: todos esos nombres que nunca más serán pronunciados, todas esas cosas que nunca van a ser lo que fueron, aunque se sigan llamando de la misma forma: “revolución”, “guerra”, “vida”. Y mientras nosotros tenemos la ilusión de que sabemos qué y cómo son las cosas, solo porque podemos nombrarlas, la vida sigue su curso:
La tierra habla, pero no con palabras, se comunica con sus ciclos, respira y nos dice, retiembla, no amenaza, no hace falsas promesas. Las estrellas parecen indescifrables porque son aún más antiguas, más lejanas, sin embargo, la exactitud de sus ciclos nos hace llegar bien su mensaje: las fuerzas invisibles que rigen todo, más allá de nuestro mundo, existen, y son las fuerzas de la naturaleza.
¿Qué nos queda? Aprender a hablar con los sonidos de los colores, intentar acercarse a las leyes naturales por medio del arte, que surge de esa necesidad de decir más allá de las palabras, y que es la única forma que tenemos de hablar un lenguaje divino, imitando lo que en la naturaleza solo es, sin necesidad de ser ensayado ni perfeccionado y sin necesidad de decir nada. ¿Aún existe gente que hable con el viento? •
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