Por EDUARDO L. MARCELEÑO GARCÍA
«Aprendimos el truco del pie en el suelo cuando íbamos ciegos y daba vueltas la cama.»
Agorazein
Para la primera entrevista me preparé tanto como me fue posible. Recolecté las cartas de mis más cercanos conocidos considerando el tiempo de anticipación. La primera carta me la entregó Escari en un restaurante donde sirven desayunos clásicos, los de siempre. Me pedí huevos con machaca y un café. Los dueños del restaurante son del norte de Tamaulipas, así que el machacado tenía un sabor particular, una preparación que consiste en bañar la carne seca y los huevos en salsa roja, luego se sofríe la mezcla y se sirve con frijoles refritos. Para acompañar: tortillas de harina.
Eso fue un viernes, dos días antes de la primera entrevista. Llegué tarde al restaurante de desayunos, serían unos diez o quince minutos después de mi amigo Escari. El tráfico estaba fatal, y yo no conocía bien la ruta. Por eso digo que me preparé tanto como me fue posible para la primera entrevista. El tiempo es engañoso y, por más que te esfuerces, no siempre se pone de tu lado.
Durante el desayuno, y ya con la carta en mi maletín, Escari me dio un consejo: «Acuérdate que los empleadores buscan dos cosas: la primera es que quieren estar completamente seguros de contratar a una persona que conozca bien su negocio,de qué se trata, cómo funciona, etcétera. La segunda, y creo yo la más importante de las dos, es que quieren estar completamente seguros de contratar a alguien que les funcione, que haga el trabajo, que no traiga consigo problemas, es decir, que les sirva y sepa obedecer. Las personas que mandan de menos esperan que sus subordinados reconozcan su autoridad, acuérdate de eso».
Me quedaba claro. Algo notó Escari durante el desayuno para hacer énfasis en un requisito tan obvio. Desobediencia y rebeldía son dos cosas que ya no me definen. Cuando nos conocimos, hace diez años, el consejo me hubiera venido muy bien, eran días en los que todo iba fácil y demasiado rápido, así que una advertencia a tiempo me habría caído del cielo. Pero ahora, ya entrado en los treinta años, no cuento con el entusiasmo necesario para desobedecer y rebelarme frente a nada. Busco, en cambio, tranquilidad económica, hacerme al molde de algo más que brinde seguridad en los próximos años. Sometimiento. De tal modo que, aunque había llegado tarde el consejo de mi amigo, lo tomé a bien y sin reservas.
Ya estaba ahí. Frente a mí, una enorme torre de treinta y dos pisos. Entré en la recepción donde una máquina escaneó las facciones de mi rostro, me tomó la temperatura y me dio acceso a los elevadores.
La primera entrevista tuvo lugar en las oficinas de Grupo Occa. La licenciada Ainhoa Fernández me había escrito al WhatsApp una semana antes con todas las instrucciones para nuestro encuentro. Llegué, me presenté con la recepcionista y enseguida pasé a sentarme en un sillón Madison color verde pistache, todo de acuerdo con el protocolo. Pasaron diez minutos tras la hora puntual de nuestra cita. Ahora era yo el que llegaba temprano para sentarse a esperar.
A veces con los amigos uno se permite ciertas licencias, por no llamarlas faltas de respeto. Me refiero al tiempo que tuvo que esperar mi amigo Escari en aquel lugar de desayunos. Y con los desconocidos uno queda obligadamente bien. Pero, ya puestos a la sinceridad, ¿no son las ambiciones personales el motor de las relaciones sociales, sean las más entrañables reuniones con amigos o las más vulgares entrevistas de trabajo? La confianza construida por años le hace creer a uno que el tiempo de un amigo puede prolongarse diez minutos más a nuestro favor. Mientras que el tiempo de una persona nueva merece todas las contemplaciones posibles. ¿No nos vuelve eso seres desafortunados?
Por el pasillo llegó caminando un tipo de piel blanca, un metro ochenta de estatura, delgado, de cabello rizado, con gafas cuadradas de pasta oscura. Parecía inquieto, como si estuviera pasando por un mal día y muriera por contárselo a cualquiera. El blazer hecho a medida, los pantalones kaki brincacharcos, y una delgada corbata a rayas en azul marino, estaban impecables. Esa estrambótica combinación de vestimenta neo yuppie, por no mencionar el tiempo de retraso, me hizo, por momentos, dudar de mi posible trabajo en un futuro. Llámenlo intuición mía, o simple disgusto. El muchacho esbozó una sonrisa y me invitó a pasar a lo que parecía ser una sala de juntas.
«Me llamo Nico, la licenciada Ainhoa se encuentra ausente. Yo te voy a entrevistar, Ramón. Pásale por acá».
Nico llevaba cinco lapiceros de diferentes tintas. Verde, azul, rosa, negro y rojo. Colocó mi currículum sobre una mesa de concreto pulido y empezó con los lapiceros. «Soltero, sin hijos, treinta y dos años, diseñador gráfico, sabes inglés en un cincuenta por ciento, y tu pretensión económica es de quince mil pesos, ¿algo más que quieras añadir, Ramón? ¿No? ¿Nada? Ok. Entonces cuéntame, ¿por qué quieres trabajar con nosotros?».
Ya Nico subrayaba con un lapicero en verde, como escribía pequeñas anotaciones en azul al lado de mi fotografía. Garabateaba cruces en secciones de mi currículum con el lapicero rosa. Volteaba la hoja y más anotaciones en negro. El color rojo se lo reservó para el final, cuando me informó que Grupo Occa no contaba con el presupuesto que yo andaba buscando para cubrir mi salario, pero que con gusto me ofrecerían diez mil pesos. Como no tenía yo nada que perder, y en realidad diez mil pesos me bastaban para vivir, le dije que sí. Después se vino otra refriega protocolaria:
«Muy bien, Ramón. Ahora te explico, mira, ya cumplimos con esta primera parte del proceso. Me gusta tu perfil, no eres tan joven, pero definitivamente no eres viejo. Y si todo encaja con lo que cuentas en tu currículum, y de aprobar con éxito la siguiente prueba, te estarías quedando con nosotros por diez mil pesos al mes, ¿estamos de acuerdo?». Sentí como si estuviera tratando con una educadora de preescolar. Nico continuó: «Bueno, mira, ahora te cuento la otra cara de la moneda. Al terminar aquí, enviaré tus papeles a la especialista de área, si nos da el sí, serás bienvenido a la siguiente y última fase del proceso, pero si me dice que no, te estaría informando yo mismo que no te quedaste, ¿estamos?»
Salí de la torre resignado a pasar a la siguiente ventanilla, es decir, a formarme nuevamente en las filas del desempleo. Salir de esa entrevista era ser parte de una larga lista de casualidades en desorden esperando coincidir; una grotesca tómbola donde mi boleto giraba entre al menos doscientos boletos más. Bajo un sol que hacía que las costuras de la camisa se me enterraran en la piel, caminé sobre la avenida tratando de mantener intacta la moral, es decir, tratando de no pensar, y actuar como un elemento más sobre el pavimento. Calmarme, dejarme llevar, flotar como aire caliente. Suprimir toda emoción hasta dejar de sentir mis pasos.
Cuando recolecté las cartas de mis amigos me tomó por sorpresa un inesperado entusiasmo, muy desconocido para mí en los últimos años, pero muy parecido al día que me formé en la fila de inscripción a la universidad. Como si el camino aún fuera largo. Como si tuviera todo por ver. Como si todo se tratara del primer juego y me preparara de veras para entrar al campo. Tan ingenuo. Tan tranquilo. Tan contento. Cuando en el restaurante de desayunos me despedí del amigo Escari, brillante artista gráfico que siempre había confiado en mí, salí con las energías renovadas y una carta que hablaba muy bien de mi trabajo. Nos dimos de abrazos después del fantástico desayuno tamaulipeco. Tenía confianza y, sobre todo, las esperanzas puestas. Con esa seguridad me dirigí a las oficinas centrales del Instituto Regulador de Energía, para ver a mi querida amiga y expatrona de hacía unos años, Gigi.
Con ella siempre la llevé bien. Lo nuestro era un trabajo que de vez en cuando permitía a sus empleados ciertas libertades. Así que Gigi y yo seguido salíamos en horas libres a bebernos una cerveza, y muchas veces hasta más de una, para no regresar a la oficina en todo el día. Lo pasábamos bien y siempre cumplimos, ella como editora general del periódico para el que trabajábamos, y yo como su diseñador de confianza. Cuando le dije que necesitaba una carta de recomendación, no dudó en dármela.
De un tiempo para acá, Gigi había cambiado, según yo, para bien. Encontró un lugar donde le brindaron seguridad salarial para los años venideros. Se sujetó a un horario laboral de lunes a viernes. Goza de veinte días de vacaciones al año, y sigue siendo la jefa de alguien.
Al llegar a su oficina, Gigi traía puestas unas gafas de pasta color morado, los ojos se le miraban hasta tres veces más grandes debido al aumento de graduación. En su escritorio se disponía una bolsa grande de chicharrones de cerdo y una coca cola sin azúcar. Me vio y dio un brinco, luego me abrazó y llevó la mirada hacia su botana. Dijo: «ya ves, la dieta…».
–Gigi, muchas gracias por la carta, es más bonita de lo que te pedí.
–Nombre, faltaba más. Y ahora, ¿en qué andas metido, muchacho?
–Tengo algunas entrevistas de trabajo. Todos los días me encargo de enviar solicitudes, esperando a que en una de esas alguien pique en mi anzuelo, ya sabes cómo es eso.
–Lo veo. Pero tú nunca has sido bueno para estarte quieto, pinche Ramón. Cuando estuviste a mi cargo fue una buena época, y te quiero mucho, pero de seguir reglas conoces muy poco. Si le vas a entrar en serio, tienes que aceptar que alguien más va a pasar sobre ti. Y hay que tragar mucha saliva.
Yo quería seguir el camino de mis amigos:de Gigi, el sentido común por delante hasta toparse con un trabajo estable;de Escari, no dejar que el sentido común aplastara mi intuición. Puede que esa entrelazada mezcla de libertad condicionada y orden administrativo era como yo imaginaba mi futuro.
En esos días, antes de la primera entrevista, fui dueño de una alegría que hacía mucho no sentía. Con relación a mi compromiso de la semana siguiente, estaba tan ansioso como un niño al que le prometen un puñado de dulces si hace su tarea. Confiaba en mi instinto. Lo que sabía, lo sabía, y lo que no, no. No me preocupaba tanto de los pormenores, en eso que todos cuidamos cuando enfrentamos el escrutinio de un desconocido.
La tercera carta se la pedí a C.J., un comerciante de origen libanés. Lo de él siempre se suscribió a algo muy simple: hacer dinero. No le interesaban los detalles, ni cómo llevabas a cabo tu trabajo. Con que funcionara, era suficiente. Cuando le escribí para pedirle su recomendación me contestó diciendo que no se encontraba en el país y que lo mejor sería que no lo volviera a buscar en un buen tiempo. Aun así, me envió por email una carta muy escueta, donde aprobaba mi desempeño durante nuestra relación laboral. La firmó únicamente como «C.J.».
Armado con tres cartas. Enfilado hacia mi destino con las esperanzas puestas, el buen ánimo encima, y ninguna certeza por ningún lado. Recomendaciones aparte, y con el entusiasmo ya más controlado, no dejaba de preguntarme si todo esto valía la pena. ¿Las apreciaciones del otro definen a uno? Una recomendación, una definición, un concepto, un adjetivo, una palabra basta para acorralar a un ser humano. Un empleo, una jaula. Qué más da.
Había caminado varias cuadras hasta alejarme de la torre de treinta y dos pisos, el mismo número de años que tengo, y en los cuales nunca me detuve a pensar en mi porvenir hasta ahora. Pero todo iba bien, empezaba a convertirme en ese aire caliente que flota ligero. Había conseguido dejar de sentir las costuras de la camisa sobre los hombros, empezaba a ser uno con el calor del sol.
Así iba, desplazándome como en un sueño, cuando sonó mi celular.
«Estimado Ramón, agradecemos su tiempo y esfuerzo que dedicó al proceso. Después de considerar cuidadosamente cada entrevista, lamentamos informarle que ha quedado fuera. Atentamente, Nico.»
El mundo laboral y sus enviados. Nico siempre supo que yo estaba descartado. Prolongó la entrevista para darse lustre en su retorcida satisfacción personal. Me dio a oler el sueldo. Me mostró las dos caras de la moneda y yo le mostré mis cartas, mi penoso entusiasmo de principiante. No habían pasado ni veinte minutos de mi entrevista cuando me envió el mensaje. Y de Ainhoa, ni qué decir, se evitó la molestia de verme a la cara y envió a su emisario. ¿Qué clase de mundo es ese?
En defensa de ese mundo, diré que el entusiasmo es un triste engaño. Un espejismo que no corresponde a ninguna verdad por más empeños que hagas en buscarla.
Engañado por creer. Culpable de mi ridícula alegría. Escari, Gigi, algo saben de todo esto. La misteriosa respuesta de C.J., el relámpago que antecede la tormenta. Era la primera entrevista de muchas más, todas con el mismo conocido final. Un fracaso encima de otro fracaso hasta construir una frágil torre de propósitos.
Entre pensar las cosas y haberlas logrado existe un siniestro espacio en el que nadie quiere entrar.
Soy empeño. Soy espejismo. Soy ese espacio en blanco entre el deseo y la realidad.
Caminé durante un rato más, ya no como el aire caliente con el que soñaba ser, sino como otro ciudadano entre todos en esta gran ciudad. Un boleto no ganador en la tómbola, como la siempre entusiasta mayoría. Pensándolo mejor, me sentí bien al dejar ese rescoldo de emociones atrás. No más expectativas, no más persecuciones. Con la nada de mi lado, de vuelta, todo me venía flojo.
Para la segunda entrevista me preparé lo mejor que pude. En mi casa encendí la laptop, me vestí con la única ropa que tengo para pedir trabajo, la camisa y sus costuras. Me peiné y puse a calentar agua para café. La inteligencia artificial de la compañía Causa Viral empezó a cargar su software advirtiendo en el monitor lo siguiente: «estamos a quince minutos de iniciar con su proceso de contratación».
Otra vez el maldito entusiasmo, zumbando, como un molesto mosquito. Otra vez esa alegría que no significa nada. Hace falta la cosa más tonta para volver a empezar de nuevo, qué duda puede haber en eso.
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