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NOVELA

El rito del poder (adelanto)

Gonzalo Lizardo

Vendrán días en los que un gran terror alcanzará

a aquellos que habitan sobre la Tierra,

el dominio de la verdad se ocultará

 y la tierra de la fe será estéril.

Apocalipsis de Esdras

Así me lo dijo ella, la mujer de los labios negros, y yo se lo creí, y fue por eso que maté al Candidato, ese que tanto lloran. Me dijo ella en sueños: «Se elevará sobre la Tierra un reino más funesto que todos. Lo gobernarán doce reyes, como predijo Esdras, y el penúltimo de ellos será el más poderoso, el más violento; eso significan tus visiones, amado Mauro: el dragón de doce cabezas que vuela sobre el mundo, segando vidas a dentelladas, es el poder que tiraniza tu país». Así me habló ella en sueños. Y se lo creí, aunque era un escuincle, aunque mi familia fuera pobre, ignorante, sin casa, tierra ni trabajo. Me hinqué ante ella, todo asustado, y le pregunté por qué me castigaba con estas visiones. Repuso: «Porque yo te he elegido, Mauro, hijo mío, para combatir contra ese dragón de doce alas, servido por doce sátrapas, y por tus méritos y plegarias te nombro caballero águila». Agradecí el honor y quise saber cuál sería mi misión. Ella acarició mi cabeza con dulzura: «Pronto la conocerás: propiciarás la caída del dragón de doce rostros, harás temblar a ese reino de maldad, esa tiranía que oprime a todos, que deja sin trabajo a tu padre y sin salud a tu madre, que miente en las elecciones, que mata de hambre a los campesinos y devora de cansancio a los obreros». Desde entonces tuve una razón para vivir y para morir. Así soporté mi pobreza, mis hambres, mi soledad, mi fatiga. Era un chamaco cuando me fui al norte, sólo por apoyar a mis padres. Salió peor el remedio, pensé luego, a punto de abandonar mi misión. Pero volvió la mujer de los ojos negros. Mientras lloraba yo en la calle, sin cobija, sin comer, sin sostén, me abrazó con cariño y me consoló: «No desesperes, amado Mauro, que los tiempos de tu misión están muy cerca. El dragón presiente su caída, el final de su reino, y este final empezará en la selva, allá en el sur, donde comenzó la historia milenaria de nuestra nación». Entonces yo recobré el ánimo, conseguí trabajo en una maquiladora de la Chevrolet, hice amigos ahí, unos chicanos viejos y sabios que me explicaron la lucha de clases, la revolución socialista, los sabios de Sion, las logias masónicas, la Aurora Dorada. Comprendí las injusticias cometidas por el dragón de doce ojos a lo largo de la historia, las conspiraciones de sus doce sátrapas para someter a la sociedad. Yo quería ser pacifista como Gandhi, me negaba a combatir la violencia con más violencia, hasta que estalló lo de la Selva Lacandona y el sub-comandante Marcos. Ella lo predijo, que los indígenas se alzarían, que derramarían su sangre sobre los ríos y las barrancas para vengar los agravios padecidos por centurias. «¿Viste que no mentí, amado Mauro, cuando soñaste que un dragón incendiaba la selva con su aliento? El último velo cayó de tus ojos, pronto reconocerás al hijo del dragón, al heredero del reino, a quien deberás ajusticiar». Así habló ella cuando me dio su arma: una pistola Taurus, calibre .38, que yo empuñé como espada justiciera para castrar al dragón matando a su heredero. No sabía cómo usarla. Con ella me dormía, le hablaba en secreto, hasta que la mujer de los dientes negros me envió otro maestro. Un villista muy viejo que me enseñó a cargarla y a descargarla, que adiestró mi puntería y me consiguió balas de plata, consagradas con agua bendita para que nunca fallaran. Sólo tendría una oportunidad en un millón para cumplir mi objetivo. No estaba solo. «Contigo son tres cabezas las que dormían, Mauro», aseguró ella, «tres cabezas que yo desperté para que tiemble el mundo con sus acciones. Y esas cabezas dormidas, cuando disparen el gatillo, iniciarán el final de todo, por eso los llamo caballeros águila, por la relevancia de su misión. Uno de ustedes morirá en su lecho, otro en la cárcel y el último por la espada del dragón. No preguntes por tu destino. Un caballero águila tiene que sacrificarse para servir a la nación, al pueblo, a la patria». Entonces me hice tatuar un águila en mi mano derecha para no olvidar quién soy, y un dragón en la zurda para no olvidar a mi enemigo. Abandoné la maquiladora y me fui al desierto, donde me alimenté de frutos, hierbas, lagartijas. Durante semanas agoté veredas y autopistas hasta que divisé su rostro en la carretera. Lo reconocí al instante: el hijo del dragón, el heredero del reino, el Candidato Oficial a la presidencia, ese que tanto pregonaba a los ocho vientos que él cambiaría el rumbo del país, que reformaría el sistema y el partido del poder, que consolaría a los pobres y remediaría injusticias. Todos lo aclamaban, a todos se les salían las lágrimas con esas palabras falaces, podridas como flores en el hocico de un cerdo. Las mismas con que otros sátrapas someten, sometían y seguirán sometiendo al pueblo. «A veces puede engañarse a muchos, y algunos se engañan siempre, pero jamás podrá engañarse a todos para siempre», me dijo ella cuando me alejó del desierto para llevarme a la frontera norte. A esa ciudad de pecadores donde el hijo del dragón haría un mitin, dando un discurso de falsas promesas, fingido patriotismo y seducciones para hechizar al pueblo inocente. Y entonces me vi como en una película, guiado por ella, abordando un autobús que me condujo hasta el mitin, confundido entre miles de partidarios, mentes ciegas que aclamaban a un tirano sordo. Luego me vi extraviado entre el gentío, sin que nadie se fijara en mí, ni los militares ni los policías. Sentí cómo me empujaba esa multitud hasta el templete donde hablaba el Candidato. En sueños, casi, vi que la pistola, mi espada justiciera, aparecía en mi mano, que mi brazo derecho se alzaba y que mi dedo jalaba el gatillo. Su cabeza explotó y vino la confusión, vino el caos. En vano confié que ella me salvara, con su magia portentosa, o que enviara sus legiones de espíritus a rescatarme. Nunca vino. Me vi golpeado por los guardias, escupido y pisoteado por la plebe. Me llevaron a la cárcel, me desnudaron y torturaron, sin saber que los había salvado del penúltimo sátrapa, el más cruel de todos. «¿Por qué lo hiciste?», me preguntaban, «¿quién te vendió el arma?, ¿quién te pagó por matarlo?, ¡confiésalo, cabrón, no te lo comas solo!», pero no confesé ni delaté a mi protectora. No me importaba morir ese día, como no me importa morir hoy. Porque no soy el único. Ni el primero ni el último. La mujer de los labios negros nos ha enviado a nosotros, sus caballeros águila, y nadie podrá oponerse. La Tierra entera tiembla, el mar se vierte en el abismo, sus olas y sus peces burbujean de ira y de venganza. ¡Ay de ti, Babilonia, ay de ti, Roma! ¡Ay de ti, América, ay de ti, México! ¡Llorad por vuestros hijos, llorad por ellos, que vuestra ruina se acerca! Se ha enardecido el dragón de doce furias y ahora vierte su fuego sobre mí, el chivo expiatorio de sus rencores. Pronto vendrá otro caballero como yo y matará a otro sátrapa como el que yo maté. «¡Ay de aquellos que no lo vean, atados por sus iniquidades, recubiertos por su propia corrupción, cegados por el rito del poder!». Así lo predijo ella, Scheva, la mujer de los guantes negros, la Santa Muerta que ungió mi frente por última vez. Y yo se lo creí, aunque hoy me pudra en esta celda apestosa donde me burlo de todos y de todo, incluso de mi muerte, que no será sino el comienzo de nuestra gloria. De nuestra eternidad. De nuestra infamia.

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