Jesús Navarrete
El argumento de El hijo del coronel (Tusquets, 2008), de David Ojeda, se puede resumir de manera sencilla: cuatro personajes, unidos por lazos afectivos y sanguíneos, separados por los avatares de la vida, se reencuentran ─cosa inusitada, extraordinaria─ ante un cadáver en la plancha de disección durante la diligencia de reconocimiento del cuerpo.
El coronel Marcelo Azuara, exboina verde, devenido agente de inteligencia de Estados Unidos y, al mismo tiempo, traficante de drogas y armas; el doctor Fernando Carrillo, otrora idealista sumergido en una vida burguesa que, si bien lo apaciguó, nunca remedió sus males mejor que el alcohol, y Marcela Azuara, antes un hombre, ahora una mujer, transexual; están ahí para reconocer el cuerpo de Victoria Bautista, quien murió en un accidente carretero mientras viajaba con su esposo, el coronel Azuara.
Los tres habrían despertado un día antes:
El coronel Marcelo Azuara recobra la conciencia en la cama de un hospital, y su despertar se convierte en una vuelta al pasado: un viaje desde la infancia hasta el momento presente en el que, fiel a su formación militar, se niega a abrir los ojos hasta estar totalmente seguro de que se encuentra en pleno control de sus facultades.
El despertar de Fernando Carrillo: un médico alcohólico para quien los últimos diez años han sido un forcejeo consigo mismo; una lucha entre su “yo alcohólico ─necio y escéptico, iluso y loco, inerme─ y su yo “mesurado, moralino y tonto”.
El despertar de Marcela, para quien, despertar era un acto sencillo, como trasladarse de una habitación ─apacible y oscura─ a otra luminosa y llena de ese tibio oleaje que llaman la vida diaria”.
El argumento de la novela es el marco que el narrador aprovecha para desplegar las diversas facetas de un territorio y sus habitantes. En el relato, Ojeda hace una geografía territorial y política de San Luis Potosí; del clima que imperaba en el país durante el periodo de la guerra sucia en los 70, en el preludio del ocaso de la ideología marxista, antes de la oscuridad o el desuso en el que cayó en los años posteriores, sin dejar de lado los saldos.
Sin embargo, El hijo del coronel también es una novela que aborda temas como el machismo, la violencia de género y la diversidad sexual. Es preciso hacer notar el modo en que el narrador se refiere a la condición de transexual de Marcela Azuara. De hecho, pocas veces se refiere al personaje como transexual, y casi siempre lo describe como una muchacha de plena belleza y notable intelectualidad; dichos ambos calificativos sin el carácter estereotípico o peyorativo que pudieran tener hoy en día.
Pocas novelas hay, si mi desconocimiento del tema no me hace equivocarme, en las que haya un personaje transexual. Lo notable de El hijo del coronel es que, en ella la transexualidad no es mirada desde la perspectiva de lo raro o lo anormal, ─carácter que el machismo predominante atribuye a esta condición─; tampoco se trata de un atisbo morboso ni hay un discurso panfletario acerca de lo que hoy se llama “diversidad sexual”.
La maestría de Ojeda se concentra en la condición humana de los personajes, en los lazos que los unen y las barreras que los separan y que, en el fondo, serían las mismas fuere cual fuere el sino que las ha puesto en conjunción.
El hijo del coronel en realidad, iba a llamarse El temerario, como se conoce comúnmente el cuadro del pintor inglés William Turner: El «Temerario» remolcado a su último atraque para el desguace, que retrata al galeón conocido como The fighting temeraire (El luchador temerario), antiguo emblema de la Marina Real Británica.
La pintura representa una escena de la que el propio Turner fue testigo en 1838: el destino final del HMS Temeraire, en el momento en el que fue remolcado desde la base de la flota, Sheerness, en la desembocadura del Támesis, hasta su destino final: el desguace.
El Temerario es un leitmotiv en la novela. El narrador describe la embarcación pintada por Turner como “…una nave maravillosa rumbo a su fin, el galeón con las velas de sus tres palos arriadas, el símbolo de dos siglos de luchas internacionales y expansión colonialista que se ve remolcado por un sencillo y diminuto vapor de una sola chimenea, tan poderoso, sin embargo, como la era industrial que su maquinita anuncia al resonar sobre el Támesis un día de nubes arreboladas” (Ojeda, p. 146).
“…la nave majestuosa, plena de olor a pólvora, el barco que proviene de un pasado violento y se dirige como todas las embarcaciones que no se hunden en alta mar, hacia el lugar donde habrá de quedar fondeado, aguardando su desmantelamiento y permitiendo que los ecos de abordajes y batallas, los rastros de marinos desmembrados y muertos para servir a las ambiciones de otros, se esfumen por fin en paz” (Ojeda, p. 147).
La referencia, en un escritor como David Ojeda, calificado de narrador político, no es gratuita: acaso la imagen del galeón remolcado hacia su destino final no haga más que retratar el sino de nuestras ideas y nuestros prejuicios. Al final, la novela contiene un mensaje similar: con gran ironía, el narrador nos saca de nuestra zona de confort y nos confronta, de improviso, a la respuesta, absurda a veces, que la vida ─y la muerte─ dan a dichas ideas y a dichos prejuicios.
Ojeda, David (2008). El hijo del coronel. Tusquets, México.
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