Nadie se llama Caín
De JOSÉ MANUEL MATEO
Reseña por: ANDREA SILVA
Los artículos y libros de José Manuel Mateo tienen la virtud de diluir los límites entre la investigación académica y la escritura creativa o literaria. Sus análisis sobre la obra de José Revueltas y Ricardo Flores Magón, o sus trabajos sobre el género policíaco, la literatura popular y de tradición oral, conjugan el análisis y la erudición con una prosa cuidada y una capacidad de reflexión que va más allá de los criterios propios del llamado “dictamen por pares ciegos” que acostumbran las revistas académicas; se trata de una prosa en la que la dimensión estética del lenguaje se pone en funcionamiento para pensarse a sí misma.
Entre los títulos recientes que mejor ejemplifican el carácter liminal de lo escrito por Mateo se encuentran, desde mi punto de vista, Espectros del ensayo. José Revueltas y Ricardo Flores Magón (2019) y Abreviaturas: problemas de literatura y plusvalía (2022); pero dejo para otro momento la posibilidad de hablar de esos textos para concentrarme en uno de sus libros que podría considerarse estrictamente literario, aunque también ahí su trabajo de investigación se halle presente —Mateo, por cierto, ha dirigido buena parte de su producción al público infantil, con títulos como Migrar (Ediciones Tecolote, 2011), libro ganador en 2012 del premio Nuevos Horizontes de la Feria del Libro para Niños de Bolonia, entre otros—.
Nadie se llama Caín es un conjunto de 17 relatos publicado en 2019 por la Dirección de Literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México, como parte de su serie Rayuela. En la “Advertencia” que abre el volumen, José Manuel Mateo afirma que “ciertos materiales de los aquí reunidos son estrictas glosas de pasajes, comunicaciones o fragmentos escritos por José Revueltas y Ricardo Flores Magón” (2019: 7); asimismo, declara su admiración y gratitud con el escritor y crítico Federico Álvarez Arregui (1927-2018), cuyo nombre es tomado en préstamo para el primer relato: “Si la montaña no viene…”. En esta primera narración, un profesor universitario visita a Federico, quien, a su vez, fue maestro del vistante. En los diálogos y las evocaciones de esta historia descubrimos el profundo cariño y la pena que siente el antiguo alumno y ahora profesor al ver a Federico enfermo. Se trata de un relato entrañable en el que, como dice Federico, “la muerte es el pez que se come al tiburón”, pero es, también, “algo distinto de la nada”.
En este primer relato encontramos varios de los elementos que serán recurrentes, entre ellos, la narración en primera persona, casi siempre en voz de un sujeto masculino. Las excepciones son cinco: “Especular” es el único relato en tercera persona, aunque también con un protagonista varón; y “La hidra” junto con “El asunto del árbol”, están narrados en primera persona por voces femeninas. “Gasas”, también se cuenta en primera persona, pero no hay marcas textuales que nos permitan determinar el género de quien narra. “Nueve fragmentos de cinta” es el único en el que se alternan voces de múltiples personajes. Tenemos así que en doce de los cuentos reunidos en Nadie se llama Caín la narración depende de un personaje masculino que narra en primera persona y, además, sólo eventualmente ese narrador tiene nombre. Me interesa tratar este aspecto del libro porque creo que ahí reside una de las virtudes de la escritura de Mateo: su capacidad para construir múltiples narradores que, aunque coinciden en su condición de sujetos masculinos sin nombre (Nadie se llama…), son perfectamente diferenciables, es decir, se trata de personajes complejos y bien construidos en los que pueden identificarse diversas caras de la masculinidad.
En esa multiplicidad del yo que habla en Nadie se llama Caín podemos distinguir, a grandes rasgos, dos tipos de relatos: por un lado, aquéllos que constituyen una especie de soliloquio reflexivo o una especie de diálogo en el que sólo escuchamos a una de las partes, aunque sabemos de la existencia de un otro (u otra) que escucha o a quien, por lo menos, se le dirige el mensaje; por otro lado, hay otro grupo de cuentos con una mayor predominancia de acontecimientos (siempre mediados por la primera persona) y la intervención de más personajes. Como parte del primer grupo podemos mencionar “Teoría del pie”, un monólogo humorístico en el que la voz masculina declara su absoluta obsesión con esa parte del cuerpo femenino. Uno de los rasgos mejor logrados en ese tono humorístico es la absoluta falta de cinismo, pues, quien habla se reconoce en la imagen del “oso que atrapa salmones allí donde lo único importante es el principio de la vertiente”, o bien, del “necio animal que sacia su apetito cuando debería mostrarse atento a los misterios de la gravedad y el vacío”. A la par, el personaje declara, con una honestidad absoluta frente a quien le escucha: “son tus pies, en suma, la negación del comercio, el puente universal y la inmanencia, el alfa y el omega en la lucha por la emancipación de todos los poderes”. Estamos ante la voz masculina que enfrenta su propio absurdo, su incapacidad de concentrarse en los verdaderos misterios de la existencia, pero que hace de ello el motivo de una franca declaración de intenciones.
En un registro diferente encontramos “Leavenworth o Lecumberri”, en el que un narrador tan revueltiano como magonista, un prisionero político, dirige a una mujer un mensaje desde el encierro. La petición —o, mejor dicho, el anhelo— del prisionero es que esa mujer, “alguna mujer que sólo puedo imaginar con nombres sucesivos”, escriba por él en una “época primordial [que] no será más la de Adán ni la de Eva”, un ejercicio por demás necesario porque quien apela a esa mujer del porvenir reconoce los límites de su ser masculino:
Pienso en un intercambio como éste porque mi vida ha dejado de tener cualquier sentido histórico, pues ninguna cosa puedo hacer ya en el futuro para rebasar los límites de mi actividad pasada; ya no añadiría nada a ningún proceso: sería una simple repetición de mí, una manera irreal de sobrevivirme convertido en la forma más triste del autorrecuerdo.
En este punto me interesa destacar que los textos de Nadie se llama Caín dialogan con varias de las preocupaciones vitales e intelectuales que predominan en nuestro presente —lo que no implica, por supuesto, que tales preocupaciones sean nuevas, sino que más bien habían tenido una existencia histórica subterránea—: la violencia contra las mujeres y el resquebrajamiento del orden patriarcal y capitalista que ha constreñido la vida, con la crisis de la masculinidad y la necesidad de replantearse las luchas emancipatorias que estos problemas implican.
La violencia contra las mujeres y el crimen son temas recurrentes en varios de los cuentos, especialmente del segundo grupo que planteábamos, es decir, aquéllos en los que hay un predominio de la acción. La marca de Caín es explícita en el cuento que da nombre al libro, pero también aparece en “La hidra”, uno de los dos relatos narrados por mujeres, que condensa en tres momentos o escenas un crimen perpetuado por siglos: el de los hombres armados (ya sea que pertenezcan a corporaciones legales o consideradas honorables, como la milicia, o a corporaciones ilegales, como el crimen organizado) que raptan a las mujeres para violarlas y asesinarlas. En “La hidra” el crimen es denunciado por la cabeza de una de esas víctimas.
En “Nadie se llama Caín” el narrador es también un profesor universitario. Raquel, una de sus estudiantes, le pide ayuda, pues Daniela, amiga de Raquel, es acosada por el exnovio, quien trabaja en la universidad pero sin que nadie conozca su adscripción exacta. Sin embargo, asustado por el ambiente de denuncia que predomina en la universidad contra los varones acosadores, el profesor y narrador de la historia evita involucrarse, hasta que es demasiado tarde Así, la narrativa de Mateo nuevamente señala el problema de estos personajes masculinos que entran en crisis ante la potencia de los movimientos de mujeres, incluso en espacios que, como la universidad, se ostentan como la vanguardia de las luchas emancipatorias.
Otros elementos que establecen lazos entre los relatos de Nadie se llama Caín son los personajes o sus nombres. Néstor se llama, por ejemplo, el protagonista de “La madre y la hija” y de “Nueve fragmentos de cinta”. En el primero el personaje trabaja, entre el fastidio y la rutina, como empleado de una librería; en el segundo, adquiere un carácter casi legendario, carismático e inteligente, pues organiza a todo un pueblo para vivir del huachicoleo. Mientras que en “La madre y la hija” queda prendado de una joven a la que conoce mientras trabaja, pero con quien apenas es capaz de cruzar un par frases, en “Nueve fragmentos de cinta” conquista a las esposas de los tres hombres más importantes de la comunidad. Este juego en las denominaciones invita a preguntar por el devenir de esos hombres, por su vida entre un punto y el otro: ¿Se hartó Néstor de su existencia como librero anónimo y la cambió para convertirse en el líder de un pueblo desconocido? ¿O será más bien que, tras salir huyendo del pueblo por conquistar a varias mujeres casadas, decidió esconderse en una librería de la capital para pasar inadvertido?
Los personajes de Nadie se llama Caín son profundamente humanos y, tal como ocurre con Néstor, llevan a que nos preguntemos por su existencia entera. Habitan en un mundo marcado por el crimen, la pobreza y la impunidad, pero en ellos se vislumbra también la esperanza. Al crear una literatura que evidencia la crisis de la masculinidad y del orden de explotación de la vida que nos domina, así como la urgente necesidad de reconfigurar nuestros espacios de lucha y reflexión, José Manuel Mateo nos lleva a pensar en la posibilidad de un porvenir distinto. Aunque muchas cosas se me quedan en el tintero, me interesa dejar enunciada aquí la siguiente: los yos masculinos de Nadie se llama Caín no sólo encarnan la limitación o la incapacidad del hombre de ser algo más, sino que muestran también un devenir, exponen narrativamente que la posibilidad de tomar consciencia para transformar nuestras subjetividades y roles históricos no nos está vedada. Quizá uno de los mejores ejemplos sea precisamente el cuento con el que abrí estas reflexiones, “Si la montaña no viene…”, en el que un hombre manifiesta sin ambages, y hasta con ternura, el cariño que siente por su amigo, la angustia ante la idea de su muerte y la claridad de que la vida y la memoria triunfarán, finalmente, sobre la nada.
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