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Reseñas

EROS, ESCRITURA Y DISTOPÍA

Gonzalo Lizardo

Como toda gran distopía, El cuento de la criada de Margaret Atwood inspira a sus lectores parejas dosis de encanto y pavor. Por un  lado, este género implica la derrota de la esperanza, de cualquier tentativa por consolidar una sociedad humana libre y justa. Pero lo hace, sobre todo, para poner a prueba nuestra fortaleza individual, nuestra capacidad para encarar el vacío y desdeñarlo. La diferencia clave entre El cuento de la criada y las distopías “clásicas” es que su autora ha excluido cualquier elemento “de ciencia ficción” para narrarnos solo situaciones o circunstancias que han existido antes en nuestra historia. Por eso, más que un relato futurista, la novela de Atwood es una fábula sobre el terror de ciertos grupos contra el erotismo: una fobia distintiva de puritanos, totalitarios y extremistas, que se amparan en sofismas religiosos y condenan cualquier actividad sexual que se practique al margen de la mera reproducción orgánica.

En la república de Gilead que imagina Atwood, la sociedad se organiza en torno a la violación legalizada con fines reproductivos: a causa de los desajustes ecológicos que han mermado la fertilidad de la especie, cada mujer fértil debe convertirse en Criada y aparearse con su respectivo Comandante para darle hijos a su estéril Esposa. Ciertamente, estas “ceremonias” de inseminación excluyen toda violencia física, pero también la pasión, el amor, el romance: “lo que ocurre en esta habitación, bajo el dosel plateado de Selena Joy, no es excitante. (…) La excitación y el orgasmo ya no se consideran necesarios; sería un síntoma de frivolidad, como los ligueros de colores y los lunares postizos”.[1]

Lo original de este sistema es que está regido, al menos en apariencia, por una jerarquía femenina dirigida por las Esposas y administrada por las Tías, quienes se encargan de someter y educar a las Criadas. Por eso las obligan a ver viejas películas porno, para que así, viendo cómo eran violadas, torturadas y asesinadas aquellas mujeres, adviertan los peligros de la pasión, si se someten “como antes” a la violencia de los varones. “¿Veis cómo solían ser las cosas?“, preguntan las Tías antes de sentenciar: “Eso era lo que pensaban entonces de las mujeres”.[2] Por esa razón, en Gilead se reprime cualquier expresión del eros: aun el Comandante debe someterse, como los zánganos de una colmena, a la voluntad reproductiva de la abeja reina, de la siempre frígida Esposa.

Para no variar, tras el disfraz de la liberación se agazapa la tiranía. Según el discurso del poder, si las criadas desean librarse de la violencia basta que renuncien al amor y sacrifiquen sus cuerpos al sistema. Así lo presume Defred, la protagonista, cuando el Comandante la invita a salir juntos, a escondidas de la Esposa:

“Caer en las garras del amor, decíamos; yo caí en los brazos de él. Éramos mujeres caídas. Creíamos en ello, en este movimiento descendente: tan hermoso como volar, y sin embargo, al mismo tiempo, tan terrible, tan extremo, tan improbable (…) Cuanto más difícil nos resultaba amar al hombre que teníamos al lado, más nos empeñábamos en creer en el Amor, abstracto y total.”[3]

Frente a este poder erotófobo, represivo y feminicida —que amalgama el puritanismo norteamericano con el extremismo musulmán, el catolicismo del imperio español y ciertas ideologías posmodernas— resulta inevitable que algunas de sus víctimas se rebelen, como Moira, la perpetua insumisa, o como la misma narradora, quien expresa su inconformidad recayendo en el pecado: en el ejercicio libre, irracional, apasionado de su eros. No en ese seudoerotismo que el Comandante procura en los prostíbulos de Gilead, sino en la relación —aun más clandestina y peligrosa— que Defred decide entablar con Nick, el siervo del Comandante: una relación que la vinculará con el movimiento de resistencia frente al régimen, y que convertirá su escritura en denuncia, en testimonio contra los criminales sofismas “republicanos” de Gilead.

Pero en El cuento de la criada las premisas del poder no son “novedosas”, como tampoco las de la disidencia. Denis de Rougemont recuerda que ya en la Esparta de Licurgo se imponía la castidad aun a los recién casados, para que “estén siempre fuertes y dispuestos de cuerpos”, y lo mismo se exigía a los caballeros medievales, que aceptaban la continencia como el obstáculo definitivo que “tenía como finalidad hacer a los guerreros más valerosos”. Y estas disciplinas —añade Rougemont— no apuntaban al ascetismo sino “a la mejor propagación de la especie”,[4] tal como lo hace en la república imaginada por Atwood. Por el contrario, Eros “es el Deseo total, es la aspiración luminosa, el impulso religioso natural llevado a su más alta potencia”:[5] un impulso de lo vivo que aspira paradójicamente a la muerte, como al final lo entiende Defred, una criada dispuesta a ser libre aunque para ello deba de morir.

En resumen, la castidad republicana de Gilead, para subsistir, debe aliarse con el analfabetismo y con la ignorancia, mientras que la elección de Defred —su eros libertario— se alía con el conocimiento (de sus carencias) y con la escritura (de su testimonio). Sin tal ejercicio erótico de la sensibilidad y de la expresión, sería imposible El cuento de la criada así como cualquier novela o cualquier forma de Arte. ¿O acaso sirve de algo sobrevivir y multiplicarse en un mundo oprimido por el deber y la ignorancia, sin la lucidez del Eros que es amor que es conocimiento que es poesía que es libertad?


[1] Atwood, Margaret, El cuento de la criada, Salamandra, Barcelona 2017, p. 141.

[2] Ibid, p. 172.

[3] Ibid, p. 309.

[4] Rougemont, Denis de, El amor y Occidente, Editorial Kairós, Barcelona 10ª edición 2010, p. 60.

[5] Ibid, p. 61-62.

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