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Literatura

LAS CONDICIONES DE LA GUERRA DE DAVID OJEDA: 1 LIBRO, 10 CUENTOS, 1 FALSO PRÓLOGO Y 1 POEMA

Juan Antonio Alfarolas

1. El libro

Hay libros que se vuelven determinantes para una época. A México, el ‘68 le enseñó que lo que se oprimen son los modos de expresión, la subversión de las formas. Por eso digo que hay libros que se vuelven determinantes para una época, porque generalmente son los que proponen una vuelta a ese rompimiento, a esa subversión.
Uno de esos libros es Las condiciones de la guerra, de David Ojeda, premio Casa de las Américas 1978 y publicado en la Habana, Cuba, que significó una vuelta a una escritura signada entre lo político y la cuestión social, ya que, desde Revueltas, Rulfo y quizás algún libro de Fuentes antes del mismo 1968, no se había presentado un volumen con tal audacia y rigor estilístico en el manejo de las formas y del lenguaje.
Las condiciones… se convierte así en una rara avis de las letras mexicanas de ese momento. Breve en su extensión es, al mismo tiempo, breve en cada cuento que lo habita. Además, algunos textos se muestran con movimientos en los párrafos que se encajan unos dentro de otros (“Más pequeño que Vietnam”) o bien, son un torrente de palabras sin puntuación que generan desde ahí una impresión visual y que dejan entrever un juego a nivel formal (“Pelotita de ping pong”).
Las condiciones… se nos revela, entonces, desde un principio, como un libro atípico desde su concepción puramente material.

2. Los 10 cuentos

En este volumen, al menos para mí, lo importante en cada cuento no se ubica a nivel argumentativo, que es en donde muchos creen ver las virtudes o las fallas en la narrativa de David Ojeda. Me gustaría ir más allá de lo evidente.
Sí, David es un narrador de primera línea, consciente de sus recursos, pero que también sabe cómo despistarnos, cómo hacer pasar por fácil lo más complicado. Por eso pienso que David, como en el futbol, es un tiempista. Maestro indiscutible en el manejo de los tiempos narrativos, del ir y venir a lo largo del cuento, puede llevarnos de la forma más tranquila y de pronto meter un cambio de ritmo que puede pasar desapercibido para un lector distraído
o bien ser tan sutil que habría que releer para llegar al momento del quiebre –pienso en los cuentos “Un torrente extraño” y “Ojos azules”, donde en el primero un hecho cambia el final de la narración, y en el segundo, la doble narración converge en un desenlace inesperado–.
Aun habiendo dicho lo anterior, me atrevo a pensar que Ojeda articula las narraciones de este libro casi dejando el argumento de lado, no como lo menos importante; sí, como aquello que es preciso subvertir para que la confrontación haga su efecto. Quiero llamar a esto una congruencia espiritual e intelectual en la obra de David Ojeda.
El trabajo de síntesis que David alcanza a nivel lingüístico en estos cuentos lo vuelven un autor riguroso y preocupado por el uso de las palabras y por el tono de sus cuentos. Nada más difícil: el rigor y la experimentación formal. Aunque pareciera que nada hay de congruente en eso, Ojeda demuestra que es posible.
Aquí hay voces que desfilan a lo largo del libro y que son asimiladas de tal manera que su naturalidad impide que se distinga la realidad de la ficción. David es riguroso en el uso del lenguaje, de ahí que la experimentación formal venga de facto con el argumento del cuento y ese uso del lenguaje. Los cuentos ganan en verosimilitud. He ahí la congruencia espiritual de la que hablo. Estas características, aunque parecieran restar peso ideológico al texto, más bien lo refuerzan y lo concentran: no se gana por acumulación, sino por depuración. La tarea del escritor es doble: absorber el lenguaje de una sociedad determinada y, al mismo tiempo, asumir su ideología y deconstruirla: volverse crítico. Es en ese punto en donde David se vuelve punzante e incómodo: su recurso es la ironía, el tono burlón: el humor del escritor como un frescor por encima de la Historia. Cada texto está marcado por un componente irónico. El autor comprende que una manera de hacer frente a las condiciones que critica es mediante el humor, como en “Las predicciones de Helen” o “Más pequeño que Vietnam”, en donde llega a hacer una burla del modo de vida en Estados Unidos.
El lenguaje, para Ojeda, es la materia prima. La forma es una revelación. El argumento una capa profunda que se levanta cuando las otras dos logran conjuntarse de manera satisfactoria. Por ello, creo que David Ojeda no solo es un tiempista; es, también, un completo entregado del ritmo. Ejemplo de esto son los cuentos “Pelotita de ping pong” o “Un torrente extraño”, en el que ya se alcanzan a prefigurar algunas de las obsesiones que David irá desplegando en futuras publicaciones: el desdoblamiento y la suplantación.
Las condiciones… se mueve en un momento de auge capitalista: las computadoras como método de control, la división de clases cada vez más marcada y la imitación del modo de vida estadounidense. David Ojeda, en este punto, se muestra como un hombre informado respecto de las últimas innovaciones tecnológicas y, al mismo tiempo, como alguien que las comprende y desconfía de ellas: David nunca deja de ser crítico. En “Baile de lanceros”, nos muestra la distinción de clases cuando un panadero en huelga se siente avergonzado al ser insultado por la hija de su patrón, de la que está enamorado.
Ojeda logra dar en estas páginas una muestra del manejo magistral que tenía de los registros y de las formas. Ya con el cuento que abre el libro se puede confirmar lo que dice Julián Herbert en su libro de ensayos Caníbal. Apuntes sobre poesía mexicana reciente: el poeta – y yo diría el escritor– es no solo un creador, sino un revelador de formas.

3. El falso prólogo y el poema

Hace algún tiempo, platicando con un amigo, decíamos que David era un gran poeta. Hay en sus narraciones –y no solo en las de este libro, piénsese, por mencionar al menos dos, en “Negro Bumerang”, de El teorema de Darwin o en el libro Cuando el espejo mira– formas poéticas trabajadas con tanto pudor y tanta discreción –que ya quisiéramos algunos que nos hacemos llamar poetas o narradores– que lo llevaron a invitar a otros poetas a ese precioso libro que es Los testigos de Madigan, como para camuflar su voz poética, como para suplantarla, para decirlo en un término más cercano a David.
No me resulta extraño, por lo anterior, que David Ojeda haya sido también un atento lector de sus contemporáneos e incluso de los más jóvenes: es obvio, su carácter de formador así lo exigía. Generoso como él solo sabía, se permitió aprender también de ellos. De hecho, podía adelantárseles. Recuerdo ahora un poema del libro de Los testigos… llamado “Un testigo en París”, en el que descompone en versos fragmentos de citas de Jean Rostand para transformarlos en un poema. No me resulta extraño, una vez más, que, como todo maestro de la suplantación y con todo el pudor que David le tenía a la poesía, nos haya vendido como un cuento uno de los mejores poemas –a mi gusto– de su tiempo. Me refiero al último texto de Las condiciones… “Frankie”.
1975 y 1976 fueron años cruciales para la poesía en México. José Vicente Anaya publicaba en 1975 el Manifiesto por un arte de vitalidad sin límites, mientras que en 1976 veía la luz
la primera edición de El pobrecito señor X, de Ricardo Castillo, y ese mismo año, José de Jesús Sampedro obtenía el premio de poesía Aguascalientes por su libro Un (ejemplo) salto de gato pinto. A la par del libro de Sampedro, de un tono surrealista y de un lenguaje áspero, seco, de frases entrecortadas, “Frankie”, escrito en prosa –algo más inusual aun, sobre todo en México en donde el poema en prosa todavía se sigue debatiendo–, es algo adelantado para su época.
En una reseña al libro Las condiciones… fechada el 23 de septiembre de 1978 –de la que me permito partir para explicar los mecanismos de escritura de un David Ojeda subversivo y provocador en el contexto en el que el libro fue lanzado–, Marco Antonio Campos pegó el grito en el cielo y llamó al texto de Ojeda “una vulgaridad”, “el peor cuento del libro”. “Frankie” fue, junto con “el inútil e innecesario prólogo”, lo peor del libro para Campos. Para mí, son todo lo contrario: me parecen una doble provocación –ya que es en estos textos en donde se redondea y se termina de ejecutar la provocación de Ojeda–.
La primera es “el inútil prólogo” del que Marco Antonio ignora o parece ignorar toda intención, al olvidar que el texto inicia en el epígrafe, un epígrafe de Julio Cortázar cuyo inicio dice: “Citar es citarse, ya lo han hecho más de cuatro (…)”. De ahí que David juegue y justifique la explicación o aparente explicación de sus textos. Cosa que me parece también sospechosa, como todo en la escritura de David. Esas explicaciones contienen fragmentos de sus cuentos, a manera de citas –citar es citarse– que remiten al número de página en el que se ubica el cuento real, lo que abre una nueva posibilidad de lectura. Es decir, el prólogo no está explicando los cuentos; el prólogo, su intención, es darle un nuevo sentido a los textos, estableciendo una negatividad, el límite inicial de lo posible. Así, el prólogo es una confrontación, la explicación del grado cero de Barthes, pero es también el grado hablado de la escritura, ese al que llega David en cada cuento con su verosimilitud y su naturalidad. Hay, ahí, subversión de la forma.
No obstante, lo que sucede con “Frankie” es lo que David advierte en el mismo prólogo como “reconsiderar la estrategia contra el ultralirismo burgués (…)”. “Frankie” es esa estrategia.
Texto antilírico, plagado de imágenes y de ritmo, “Frankie” no es una colección de vocablos “vulgares” o “insultantes”. En “Frankie” el lenguaje es estructura: no molde sino forma. Además de que confronta al lector y hace lo que advertí al principio: desaparece por completo el argumento y pone por encima la subversión del lenguaje, la desestructuración de las formas
acomodaticias de narrar, para invisibilizar un artefacto textual que comienza a operar como generador de caos.
En algún momento de “Frankie”, el autor pregunta si las palabras podrán ser calibre 38 super y al final nos dice: “su lectura concluirá con un suspiro y todos fueron felices, ¿verdad? pero no puedes quedar tranquilo porque las palabras no son calibre 38 super.” David activa y desactiva él mismo su bomba y como escribe en otro poema de Los testigos de Madigan, se vuelve “réplica y replica”.
Ojeda nos pasa por enfrente sus estrategias, pero como gran prestidigitador, no alcanzamos a verlas. Incluso nos propone un final para el texto que luego será borrado y dejará todo espacio cerrado en intermitencia, anulando lo que el libro venía haciéndonos creer y que el texto-prólogo inicial avisaba: que un libro de cuentos puede asesinar o modificar algo en la realidad social.
De este modo, Las condiciones… –y yo me atrevería a decir que toda la obra de David Ojeda–, integra voces, vocablos, referentes, símbolos en el cuerpo textual como forma de confrontación, además de absorber distintos tonos y usos del lenguaje porque comprende que la crítica y la autocrítica, sobre todo, no solo se llenan de ideas y de buenas intenciones, sino a través de la subversión de las formas y de lo políticamente incorrecto, otro campo en el que David también era un maestro.

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