Por CAROLINA TORO
En Zorda hay un poema de fondo, y en la superficie hay una historia personal que es capaz de reflexionar como si fuera un ensayo sobre la propia vida”, dice Octavio Gallardo refiriéndose a su libro más reciente publicado en México por Puertabierta Editores.
Para mí sucedió al revés: desde la superficie miré y sentí el poema en la voz de una protagonista que inicia caracterizando el mundo narrado durante el viaje que realiza en la Tropezón desde la costa hasta Santiago. Este viaje por tierra hace al mismo tiempo un recorrido transversal hacia un lugar de la memoria, el terreno de la niñez, porque a pesar de los miles de kilómetros que hay entre Chile y México, compartimos un imaginario de canciones, juegos y hasta frases hechas que aprendimos en los programas televisivos de comedia.
“Mi madre era todos los paisajes que yo conocía” dice la protagonista desde un momento temprano de la historia, siendo, tal vez, una niña de ocho años.
La infancia es un camino solitario. Sí, hay otras personas; pero tenemos un crecimiento hermético porque la vida transcurre en pocos lugares y apenas se van acopiando experiencias. Eso cambia al adquirir madurez, vamos tomando conciencia de que los otros también tienen historias complejas.
Al ser mayor, al conversar con otros más o menos de la edad del personaje de Zorda, descubrí que además de la crianza salvaje y los juegos, hemos compartido algo más: el dolor generacional implantado por Marco, Heidi, Remi, Candy, Peline; todos pequeños y separados de la madre: el miedo que naturalmente siente un niño de quedarse solo es exacerbado por las series animadas. Esa desazón selló desde los primeros párrafos el pacto ficcional. Haya verdades o ficciones mezcladas, Octavio Gallardo ofrece un mundo que se construye a sí mismo cuando las palabras hacen reacción con la memoria de las lectoras y lectores.
“Había recesión” dice la voz narrativa, y recuerdo el duro cambio de sexenio en México a principios de los ochenta. “Se desbordó el Mapocho y se llevó unas cuantas casas y un auto mini amarillo que flotaba en las noticias…” y yo vuelvo al Río Españita en mi natal San Luis Potosí, que también se desbordó junto a mi casa.
Hay un efecto en la escritura de sí que hace exclamar “yo también”, “yo igual”, “así me sentía”, “pasé por eso”. Creo que las y los autores que comparten este tipo de escritura siempre dejan espacio para un personaje más, que nace con la lectura y que será testigo omnisciente de las angustias y los gozos reflejados en la historia. Un testigo que acompaña y salva.
Había una vez, en el lejano Oriente, un mercader que, sin darse cuenta, despertó a un gigante. Este, lleno de cólera, quiso hacerlo pagar con su vida el error. Pasó un peregrino y le dijo al gigante “Si te cuento mi historia, ¿me darías una parte de la condena de este hombre?”. El gigante aceptó. En eso, pasó otro viajero e hizo la misma oferta: “Te contaré mi historia a cambio de una parte de la condena de este hombre”. Una vez más, el gigante aceptó e hizo lo mismo con un tercer viajero que pasó por ahí. Al final, el primer hombre no tuvo que pagar con su vida.
Las historias salvan. Contar historias salva. Esta historia salva. Dice Fernando Savater que necesitamos de un trato social cuidadoso porque somos demasiado frágiles, nos dañamos fácilmente en comparación de otras especies. Una autoficción como Zorda necesariamente indaga en los recuerdos y en nuestra fragilidad. Con una historia personal como base, aborda temas que nos conciernen: el sentido de pertenencia, la pérdida, el ser niño en una sociedad adultocentrista, el ser adulto en una sociedad que está luchando por mantenerse en pie durante y después del flagelo político de la dictadura. Octavio nos hace partícipes de todo eso mientras difumina las fronteras entre géneros literarios. Esta obra, al ofrecer una voz que da cuenta de una existencia dentro de un marco social y político, se sitúa junto a las novelas autoficcionadas de Annie Ernaux, Guadalupe Nettel, Mariana Enríquez, la poesía de Silvia Plath, otras y otros que exploraron la escritura de sí. En tanto la ubicación del ojo narrativo, es imposible hacer a un lado a la gran María Luisa Bombal y La amortajada.
Zorda ofrece un esquema narrativo no lineal que no depende en su totalidad de la secuencia de los hechos, sino de todo lo subjetivo que sucede al interior. Es una escritura sensitiva, cadente, que transmite profundidad, que da paso al autoconocimiento que a su vez da paso a la transformación. Si a usted le gusta la escritura que interpela el confort, los personajes profundos, la estética de la poesía llevada a la narrativa, Zorda es una lectura que le dejará con un buen sabor de boca.
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