Connect with us

SUSCRÍBETE

Narrativa

Sushi Polanco

Por EDUARDO L. MARCELEÑO

Faltaban quince minutos para las seis. Pensó que ese día iba a salir tarde. Como muchos otros viernes, esperaba una invitación para ir a tomar algo, lo que fuera.

Llegaron bromas a su celular. Un timbre, era una broma: “Cuando llega el viernes y quieres decirle a tus compañeros que los odias, pero guardas la compostura”; una imagen de Steve Carrell en The Office. Cuatro timbrazos seguidos, amontonándose, las reacciones de sus compañeros en el grupo de trabajo en WhatsApp. Un timbre más, en seco, el funesto presagio del último día de la semana.

Las bromas dejaron de hacerle gracia hacía muchos viernes.

Miró el reloj por séptima vez en apenas dos minutos y le pareció estar en un lugar inmenso. La oficina se estiraba hacia a ambos lados como una liga. Al final del pasillo, imaginó a su jefe tambaleándose con una torre de pizzas en los brazos. Sabe que a poco que puede todo empeora, y cada minuto cuenta. Y el último segundo se aplaza en un interminable periodo de incertidumbre.

Toda una semana a cuestas pesa doscientas veces más justo antes de que termine el último día.

En el día de su cumpleaños, sus compañeros decoraron su lugar. Imágenes de Micky Mouse y Minnie dándose amor en un extremo, y pasteles de cartón, globos y serpentinas en el otro. En la cocina, pastel de tres leches y coca cola.

En la oficina todos saben que Amanda es dulce. Su voz chillona al momento de atender las llamadas dejó de molestar desde el primer día, y su alopecia incipiente no parece llamar el morbo de nadie. Los viernes, día de ropa casual, a ella le gusta vestir de rosa. Es fan, también, de Barbie, la tradicional.

En los días de simulacro de sismo, es ella quien forma parte de la brigada. Se coloca su chaleco de brigadista y ordena a todos que se resguarden debajo de sus escritorios. Las órdenes que da Amanda no son otras que las que daría una madre que cuida de sus hijos; se lo toma en serio y, aun con sobrepeso, hay quien dice que en momentos de verdaderos sismos, suele ser ágil y aún más cuidadosa con todos los compañeros.

Todo aquello no es suficiente, porque no tiene lo que anhela, por mucho que sea una buena persona. Quiere algún día salir a comer, a platicar de cualquier cosa, con el grupo de chicas de los cubículos frente al suyo. Sueltan risotadas y hablan de Marcos. El gerente más joven que ha estado a cargo de ellas tiene apenas veintiocho años. «Miércoles de sushi» había dicho alguien cerca de Amanda. Llegaban los miércoles y ella terminaba en el comedor del corporativo, con sopa de pasta y galletas.

Al fin llegaba el viernes, ese día de la semana que significa matar o morir. No hay horas extras, por hoy Amanda ha quedado libre. Sus compañeros se organizan para beber en alguno de los muchos bares alrededor del Parque Lincoln. Todos los preparativos están listos. Cerrar las laptops hasta el lunes y aflojarse la corbata. Algunos conservan el gafete de la empresa para no perder la costumbre, o simplemente porque olvidaron que sigue ahí, como un collar con su nombre pegado al cuello.

Por más que quiere, nunca participa en asuntos extra oficina. En casa, su madre la espera. El trayecto es el mismo de todos los días: metro línea 7, transbordo en la 12 y luego a la 3 con dirección a Indios Verdes. Hay comida del día en la cocina y su mamá se encuentra puesta al televisor.

Miró el reloj en la muñeca, un Timex metálico de manecillas, regalo de su hermana María en Navidad. Había tenido que acudir a una joyería del centro para que le quitaran dos o tres eslabones, porque, aunque es rellenita, tiene muñecas delgadas.

Desde la calle, Amanda mira los negocios de belleza. Mujeres rubias se hacen las uñas. Cabellos mojados y pies descalzos sobre camillas de cojines anatómicos. Cafés que son amigables con las mascotas. Mastines ingleses, Pomeranias y Corguis.

En su casa dijo que saldría tarde. No era la primera vez. Desde hace algún tiempo dice eso, todos los viernes. No tiene ganas de ver a su madre.

Avanzó unas cuadras más sobre General Mariano Escobedo hasta toparse con un Liverpool. Comenzaba a llover. Se preocupó por su cabello y el rímel que había logrado mantener intacto todo ese día, aspectos básicos pero esenciales de una jornada bien llevada. Puede que, procurando su presentación hasta las últimas consecuencias, se cubrió la cabeza con el bolso y entró en el centro comercial.

Llegó hasta la zona de comida y se topó de frente con un enorme refrigerador de cervezas internacionales. La imagen le pareció asombrosa, ese tapiz de colores definidos por el ambarino de las botellas le causó una excitación extraña. Nunca había tomado alcohol, lo suyo eran los frapés latte, con mucha crema y chispas de chocolate. Pero, a qué negar, que ese refrigerador le hizo mucho sentido, no se resistió al placer de una buena Paulaner, o una Carlsberg, o una Mahou, o lo que fuera que estuviera aguardando dentro.

En una mesa contigua, un grupo de oficinistas jugaba con sus tragos. Cinco o seis mesas más lejos, señoras copetonas celebraban, con cervezas holandesas y bocadillos de salmón, una conversación interminable. Parejas de enamorados compartían un California Roll remojado en salsa de soya, y un hombre y su joven acompañante bebían vino, se daban mimos y arrumacos excesivos.

En la barra le habían facilitado un tarro helado de cristal. Miró el recipiente con entusiasmo mientras este se iba cubriendo de vaho. Sirvió su primera cerveza y la espuma ganó terreno hasta derramarse en la mesa. Amanda sacó rápidamente unos clínex de su bolso, cuidando que nadie fuera a regañarla, o siquiera a descubrirla, e incluso temió que alguien se acercara a ayudarla.

Mientras limpiaba su pequeño desastre, supuso que había sido descubierta y por un segundo lamentó la posibilidad de ser vista como un elemento extraño, un bicho raro, ajeno a toda esa parsimonia que a su juicio había sido bien establecida en el lugar, sin ella. Luego levantó la cabeza, pero nadie la estaba mirando.

Después de la segunda cerveza, compró dos más, y después otras dos.

Pasaba el tiempo y las cervezas le resbalaban muy bien.

De su bolso sacó un paquete de cacahuates japoneses y los dispuso en la mesita sobre una servilleta de papel, como si se tratara de un fino fiambre italiano. Empezó a picar su aperitivo con la falsa exquisitez de las señoras copetonas.

Luego, se preguntó: «¿Acaso no puede una soñar con lo que se le pegue a la gana?» •

S U S C R Í B E T E

Sé TESTIGO

DESTACADOS

DE LA B A LA Z. CINE GORE

Columna

TRAZOS DISPERSOS PARA ÓSCAR OLIVA

Columna

DE LA B A LA Z. LA TETRALOGÍA DE PEDRITO FERNÁNDEZ

Columna

ESPEJO DE DOBLE FILO: POESÍA Y VIOLENCIA (RESEÑA)

Poesía

S U S C R Í B E T E

Sé TESTIGO

Todos los derechos reservados © 2024 | Los Testigos de Madigan

Connect
S U S C R Í B E T E

Sé TESTIGO