Gonzalo Lizardo
Hace
dos años, casi, cuando me invitaron a escribir una columna para la
revista Los testigos de
Madigan, nunca imaginé cuánto
tiempo podría sostener el ritmo: no es fácil hallar cada semana un
tema interesante (pero variado), ni desarrollar un estilo específico
(pero constante), ni ajustarse a extensión breve (pero precisa) que
impone este género. Acepté porque quería imponerme una disciplina
de lectura que mantuviera en forma mi escritura, justo cuando había
terminado dos proyectos ambiciosos y prolongados. Por
eso pensé en practicar la glosa, porque permite una relación
inmediata y cotidiana entre lo que uno lee y lo que uno escribe.
Hasta cierto punto, glosar
es un acto casi vacío pues no hace sino repetir con palabras propias
un texto ajeno. Pero glosar
también puede constituir una de las operaciones más barrocas de la
inteligencia: la de interpretar las palabras del otro a partir de
premisas o contextos que el otro jamás previó. Las notas al margen,
las traducciones, los prólogos son algunas de las formas que adopta
la glosa de acuerdo con la perspectiva que el glosador elija para
comentar, traducir, anotar, medir, metamorfosear lo glosado. La glosa
es una “apropiación” del texto mediante un hiper (meta) texto,
tal como Picasso se apropió de Las
meninas de Velázquez
para pintar sus glosas personales.
Entre tantas acepciones, acaso
la más fructífera sea la que propuso Eugenio d’Ors, y que
practicó toda su vida: glosar sería escribir “breves columnas de
extensión variable en las que el autor, a partir de alguna anécdota,
de algún dato biográfico o histórico, de alguna vivencia personal,
mostraba lo que en todo ello hay de categoría, de eterno. Elevar
la anécdota a categoría,
así definía d’Ors la glosa”.1
Una definición muy conveniente porque amplía el concepto para
glosar no sólo otros textos, sino también la vida, y porque este
ejercicio convierte además al Mundo en un teatro simbólico, una
caverna donde las sombras remiten al Ser, lo individual a lo
universal, lo sensible a lo inteligible, las Formas a las Ideas.
Por ambos motivos, el mecanismo de la glosa se asemeja al que imaginó
Salvador Elizondo en Camera lucida: un neobarroco aparato que
combinaba lectura y escritura para regular “el equilibrio entre la
cosa, la imagen de la cosa y la idea de la cosa” al sintetizar “los
tres planos de la sensibilidad: el real, el ideal y el crítico”.2
De ese modo, glosar sería como ver la realidad a través del prisma
simbólico de la lectura, la memoria, la imaginación, la
experiencia, el sueño y la escritura. Un ejercicio de libertad y
agudeza para dar sentido a los azares de nuestro devenir.
Ignoro si he logrado ese objetivo.
Disfruté el ejercicio, eso sí, pero más vale clausurar los ciclos
antes de que se vuelvan rutina. Agradezco a mis editores por su ayuda
y a mis lectores por su atención, y cedo mi espacio para que lo
aproveche una nueva voz, con ideas frescas y renovado entusiasmo.
Sea.
1
González, Antonino, Eugenio d’Ors. El arte y la vida, FCE,
Madrid 2010, p. 30.
2
Elizondo, Salvador, Obras, III, El Colegio Nacional, México
1994, pp. 60-61.