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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES §LXXIX. EL HOMBRE COJO, EL GUERRERO Y LA CÓPULA

Gonzalo Lizardo

Al hablar sobre la presencia del I Ching en las letras mexicanas, Joung Kwon Tae reconoce El rey se acerca a su templo de José Agustín por su carácter experimental, pues conjunta dos relatos que se relacionan entre sí como los trigramas del I Ching y propone “una lectura no tradicional, donde la novela se une con la poesía”.[1] Desde el mismo epígrafe, la novela cita el hexagrama 10 (Lü) como clave para interpretar a sus protagonistas: mientras Ernesto personifica al “hombre cojo que puede caminar” pero que pisa “la cola del tigre” y por ello es mordido, Salvador sería su opuesto: el “guerrero” que acude “en defensa de su príncipe” y salva a Raquel (quien también pisó al tigre y fue mordida por él).

Es casi mítico el contraste entre ambos personajes (como entre Dionisos y Apolo, como entre el yin y el yang). Ernesto es un pseudo hippie que oculta su egoísmo tras una ingeniosa verborrea con la que vampiriza a sus amigos y a sus amantes: “Pos qué crees que hago yo, pendejo, yo si estoy haciendo la Verdadera Revolución, porque la revolución se hace con los viajes, maestro… el cambio de gobierno es dentro de uno mismo”,[2] asegura tras robarse los porros de una fiesta. Salvador, por el contrario, es un aspirante a escritor que cultiva el budismo, lee el I Ching y ama a Raquel aunque ella prefiera a Ernesto, el tigre enjaulado que la habrá de morder.

Desde una perspectiva judeocristiana, resulta absurdo que Salvador perdone a su amigo, aun al descubrir que éste violó a Raquel cuando ella fue a visitarlo en la cárcel. Inconscientemente ella deseaba a Ernesto (por su vitalidad, su ingenio, su arrojo) y Salvador lo acepta sereno: “lo que pasó no fue nada del otro mundo. Fue, entre tanto grito y tanto insulto, rencontrar a mi sombra…”[3] Al comprender que Ernesto es su sombra (su reflejo en negativo), Salvador desdeña los prejuicios morales para ofrecer a su amada lo que ella buscaba en aquél, pero también algo más, “porque si hubieras ido solamente a acostarte con él no habrías estado a punto de meterte un tiro en la cabeza, ¿no?”[4]

Incapaz de refutarlo, Raquel lo besa y la novela culmina con una escena de amor carnal: cuando juntos alcanzan la iluminación erótica de los cuerpos, es decir “el nexo más misterioso e insondable, más vivo y más gozoso”[5] que las creaturas pueden establecer entre sí y con el Mundo.


[1] Kwon Tae, Juong, La presencia del I Ching en la obra de Octavio Paz, Salvador Elizondo y José Agustín, Universidad de Guadalajara, Guadalajara 1998, p. 161.

[2] José Agustín, El rey se acerca a su templo, DeBolsillo, México 2008, p. 50.

[3] Ídem, p. 204.

[4] Ídem, p. 205.

[5] Ídem, p. 207.

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