Gonzalo Lizardo
Dentro de la
narrativa mexicana actual, Liliana Blum posee una voz única, que destaca por
sus temas, por su prosa y por el trazo de sus personajes. Casi tautológico sería
clasificar su obra dentro del género negro o de terror, excepto para agregar
que esas categorías le quedan cortas, como le ocurre a John Connolly, uno de sus
autores citados. No es fácil abrir sus libros sabiendo que en cada página nos aguarda
una artera dosis de sangre, homicidios, tortura y estupro, pero en la tentación
se esconde la recompensa, ya que esa crueldad literaria se respalda siempre en
un don: en una implacable lucidez para observar el alma humana, para
transcribir sus pasiones, sus abismos, sus debilidades.
Si al leer El monstruo pentápodo nos aterraba imaginar que esos
crímenes podrían estarse repitiendo ahora mismo, con La tristeza de los
cítricos se multiplica el pavor, pues nos hace ver que detrás de cualquier
persona —amistades, vecinos, familiares o amantes— puede agazaparse un
monstruo. El título es harto simbólico: así como existe un virus que entristece
a los cítricos y los hace dar frutos agrios, la humanidad padece un mal incurable
que emponzoña sus amores y convierte su erotismo en una perpetua carnicería,
tal como lo sugiere la portada: esa ninfa-cervatilla, recién asaeteada por la
flecha de un cazador alevoso.
No escasean en el libro las variantes de esta cacería siniestra:
la señora que se consigue un conejillo de indias para vengar una infidelidad, el
sociópata que secuestra a una mujer-Milena para alimentar a su escarabajo-Kafka,
la Caperucita Roja que por desoír a su madre se topa con el hombre lobo, o la
serpiente que usurpa con engaños la madriguera de sus víctimas. De ese modo, el
libro condensa la realidad de cada día, el salvajismo del narco, las
autoridades corruptas, las traiciones familiares, el incesto consentido. Y
sugiere así que la diferencia entre la presa y el cazador es cuestión de azar o
perspectiva, y que nadie se redime, ni siquiera la protagonista de “El
diablillo de la balsa”: esa ingenua solterona que invierte sus ahorros para
excarcelar a un migrante cubano por puro interés erótico: para cazar a ese
hermoso diablillo… aunque al final ella termine como Acteón, devorada por los
perros de su deseo.
Este cuento me parece especialmente afortunado porque Blum, a
partir de una nota periodística, arma una ficción muy convincente que
trasciende las convenciones del género del horror. Y esta intención se vuelve
más evidente con el último cuento, “Palabras bajo tierra”: una lúdica ficción
intertextual donde Liliana Blum sugiere su afinidad con Amparo Dávila y
Cristina Rivera Garza, dos maestras en el arte del terror psicológico, ese que
no teme explorar los abismos más siniestros de la carne, la mente y el alma.