Gonzalo Lizardo
Pocas
historias me fascinan tanto como la del cristianismo primitivo: me parece un
milagro que unos cuantos creyentes consiguieran imponer en el mundo las enseñanzas
de su maestro, especialmente si considera uno la persecución que emprendió contra
ellos el imperio romano. Por eso me atrajo El
Reino, un libro que combina la confesión, el ensayo y la narrativa para contarnos
la aventura de Emmanuele Carrère, su autor, cuando exploró las profundidades
del Nuevo Testamento como parte de su sincera (pero breve) conversión al
cristianismo.
Aunque la travesía inicia y termina con el evangelio de Juan, el
protagonista de El Reino es Pablo de
Tarso. Carrère no sólo muestra que Pedro y Santiago recelaban de él —un ex
perseguidor de cristianos que se autoproclamó apóstol, con tanto éxito que desafió
su autoridad—. También muestra que, por obra de Pablo, Jesús dejó de ser el Mesías
de los judíos para volverse el Salvador de los gentiles. Sus iglesias querían ser
universales: por ello “anhelaban complacer a los romanos, y el hecho de que su
Cristo fuera crucificado por orden de un gobernador romano les creaba un serio
problema”,[1] así
que modificaron la historia para absolver a Roma y culpar a los judíos por la
muerte de Jesús.
Según estos criterios —que Carrère afirma no suscribir—, la
cristiandad no se formó con las enseñanzas de Jesús sino con las de Pablo: la
iglesia católica y apostólica de Roma no debería llamarse “cristiana”, sino “paulina”.
Pero a pesar de su misoginia y su antisemitismo Carrère lo revalora por su
concepto de “Reino”, un concepto que inicialmente tenía carácter apocalíptico
pero que luego —conforme se aplazaba el fin del mundo— se volvió abstracto: el
Reino que anunciaba el de Tarso “no es desde luego el más allá, sino la
realidad de la realidad”:[2] un
estado de gracia que permite al creyente trascender las miserias de su
existencia.
Esta exégesis de Carrère coincide, por cierto, con la del filósofo
Giorgio Agamben, para quien el tiempo del mesías “no puede ser un tiempo
futuro”, pues Pablo se refería a él con la expresión ho nyn kairós, “el tiempo de ahora”.[3] Eso
implica que, para volverse universal, la iglesia paulina abandonó su vocación
mesiánica para erigir aquí y ahora su
propio reino. “Cristo anunciaba el Reino y vino la Iglesia”,[4] nos recuerda
Agamben: una ironía teológica en la que cree sincera (pero ciegamente) la
cuarta parte de la humanidad.
[1] Carrère, Emmanuel, El reino,
Anagrama, Barcelona 2014, p. 295.
[2] Ibid, p. 505.
[3] Agamben, Giorgio, ¿Qué es
un dispositivo? Seguido de El Amigo y de La Iglesia y el Reino, Anagrama,
Barcelona 2015, p. 62.
[4] Ibid, p. 63.