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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES §LXXXII. PABLO Y LA INVENCIÓN DEL REINO

Gonzalo Lizardo

Pocas historias me fascinan tanto como la del cristianismo primitivo: me parece un milagro que unos cuantos creyentes consiguieran imponer en el mundo las enseñanzas de su maestro, especialmente si considera uno la persecución que emprendió contra ellos el imperio romano. Por eso me atrajo El Reino, un libro que combina la confesión, el ensayo y la narrativa para contarnos la aventura de Emmanuele Carrère, su autor, cuando exploró las profundidades del Nuevo Testamento como parte de su sincera (pero breve) conversión al cristianismo.

Aunque la travesía inicia y termina con el evangelio de Juan, el protagonista de El Reino es Pablo de Tarso. Carrère no sólo muestra que Pedro y Santiago recelaban de él —un ex perseguidor de cristianos que se autoproclamó apóstol, con tanto éxito que desafió su autoridad—. También muestra que, por obra de Pablo, Jesús dejó de ser el Mesías de los judíos para volverse el Salvador de los gentiles. Sus iglesias querían ser universales: por ello “anhelaban complacer a los romanos, y el hecho de que su Cristo fuera crucificado por orden de un gobernador romano les creaba un serio problema”,[1] así que modificaron la historia para absolver a Roma y culpar a los judíos por la muerte de Jesús.

Según estos criterios —que Carrère afirma no suscribir—, la cristiandad no se formó con las enseñanzas de Jesús sino con las de Pablo: la iglesia católica y apostólica de Roma no debería llamarse “cristiana”, sino “paulina”. Pero a pesar de su misoginia y su antisemitismo Carrère lo revalora por su concepto de “Reino”, un concepto que inicialmente tenía carácter apocalíptico pero que luego —conforme se aplazaba el fin del mundo— se volvió abstracto: el Reino que anunciaba el de Tarso “no es desde luego el más allá, sino la realidad de la realidad”:[2] un estado de gracia que permite al creyente trascender las miserias de su existencia.

Esta exégesis de Carrère coincide, por cierto, con la del filósofo Giorgio Agamben, para quien el tiempo del mesías “no puede ser un tiempo futuro”, pues Pablo se refería a él con la expresión ho nyn kairós, “el tiempo de ahora”.[3] Eso implica que, para volverse universal, la iglesia paulina abandonó su vocación mesiánica para erigir aquí y ahora su propio reino. “Cristo anunciaba el Reino y vino la Iglesia”,[4] nos recuerda Agamben: una ironía teológica en la que cree sincera (pero ciegamente) la cuarta parte de la humanidad.


[1] Carrère, Emmanuel, El reino, Anagrama, Barcelona 2014, p. 295.

[2] Ibid, p. 505.

[3] Agamben, Giorgio, ¿Qué es un dispositivo? Seguido de El Amigo y de La Iglesia y el Reino, Anagrama, Barcelona 2015, p. 62.

[4] Ibid, p. 63.

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