Gonzalo Lizardo
Es paradójico
que la pandemia haya transformado lo cotidiano en extraordinario. Si antes ir
al cine era una diversión más bien rutinaria, los cinéfilos la han convertido
en una aventura llena de cautelas y emociones. Así lo comprobé hace poco,
cuando asistí a un cineclub informal en Vetagrande, con asientos al aire libre,
ponches calientes, gorditas recién hechas, una cartelera casi “a la carta”, y un
debate al final de la función. La elegida fue Nos habíamos amado tanto (C’eravamo
tanto amati, 1974) de Ettore Scola, una cinta que conocí en 1980 y que siempre
me ha fascinado por su perfecta amalgama de drama y comedia, contexto e intertexto,
realismo y experimentación.
El filme relata la vida de cuatro personajes memorables —Antonio, Nicola,
Gianni y Luciana— sobre el trasfondo político de la segunda posguerra mundial,
al tiempo que plantea una lúdica reflexión sobre el papel del cine como
catalizador de la consciencia nacional. En una Italia marcada por la
polarización ideológica y la corrupción política, los filmes de Fellini, da
Sica y Antonioni (entre otros) ofrecieron a sus coetáneos la oportunidad de ver
el mundo con otros ojos, ajenos al Poder y a la moral establecida. De ese modo
el director —al romper la cuarta pared y al homenajear a sus maestros— consigue
involucrarnos en un juego metatextual que diluye los límites entre la vida y el
arte, la política y la historia, el amor y la amistad.
En esta ocasión, me conmovieron especialmente las escenas que
transcurren en los bulliciosos restaurantes de Roma, esos cálidos locales donde
la gente convive durante largas horas ante media ración de pasta, metida en
apasionadas polémicas, amparada por el espíritu de la comida, el vino y la camaradería.
Una convivencia que hoy nos parece tan lejana como idílica, y que Vittorio
Gassman —el actor-poeta que interpretó a Gianni— consideraba lo más entrañable
de la existencia. Así lo sugirió en Quiebros,
su libro de poemas, donde pedía a sus amigos, si él llegaba a morir, “que robaseis
algún tiempo mi cadáver. / Llevadlo, para un último trago, / a la parte de
atrás de un café discreto: / ahí, parloteando con humor jocundo, / celebraremos
el final de la tournée. / Os escucharé. Por una vez sola / no pelearé por la
última réplica. /…/ Y vosotros, entre humos de ginebra y de ajenjo, / loaréis
la extrema discreción / del que colgando los hábitos del histrión /finalmente
alcanza el clímax del silencio”.[1]
Gracias al cine y a la poesía, podemos imaginar que en el edén (o en
la utopía) tienen que existir esos cafés, esos bares, esas trattorias donde uno pueda siempre reunirse, discutir, brindar y
ver cine con sus amigos, sus hermanos, sus amores.
[1] Gassman, Vittorio, Quiebros,
Colección Visor de Poesía, Madrid 2006, p. 147.