Gonzalo Lizardo
Esta semana quiso la casualidad (o mi manía
de analogarlo todo) que mirara de nuevo en Youtube dos obras muy dispares: El gran teatro del mundo de Pedro
Calderón de la Barca,[1] y Apocalypse 1900 de Salvador Elizondo.[2] Sin
olvidar la distancia histórica que las separa, me intrigó que compartieran una misma
zozobra filosófica: una hipnotizada angustia por las postrimerías del hombre y
de lo humano, un pavor frente a aquello,
inefable, que nos aguarda tras la muerte individual o colectiva.
Publicada en
1655, El gran teatro del mundo pertenece
a un género teatral ya extinto (el auto sacramental) diseñado para explicar al
público los dogmas de la Fe. Con ese fin, compara la existencia con una obra
teatral cuyo autor es Dios y sus actores los seres humanos. Tras entrar al
escenario por una puerta (la cuna), cada personaje debe salir por la otra (la
muerte) en cuanto concluye su papel, un rol que el Autor le asignó sin
consultarlo. Y si alguno lo cuestiona, el Autor le aconseja resignarse y “obrar bien, que Dios es Dios”, como si su
libertad solo consistiera en obedecer el guión de Dios y confiar en su justicia
poética.
Producida en
1965, la cinta Apocalypse 1900 se
inscribe en un género cinematográfico poco usual (el corto de animación) que le
permitió a Salvador Elizondo formular una alegoría narrativa: una crónica del
fin del mundo tal como hubiera ocurrido si un asteoride hubiera impactado la
tierra en 1900, en pleno apogeo de la revolución industrial. Mediante un collage de grabados decimonónicos,
poemas ajenos y textos propios, el film propone un retrato irónico de la Belle Epoque tan solo para imaginar su
exterminio. Resulta vano, según parece, confiar nuestro destino a la voluntad,
al trabajo o la ciencia, aunque es probable que tras la destrucción resurja la
vida y con ella lo demás: el amor y el llanto, la alegría y la violencia, la
esperanza y la desesperación.
Cada una desde
su circunstancia, las dos obras subrayan la insignificancia de lo humano frente
a la inmensidad cósmica: por designio de Dios o capricho del Azar, la muerte es
un hecho ineluctable pero necesario. En épocas como la actual, cuando el luto
se enseñorea a nuestro alrededor, estos autores nos sugieren que aun nos queda una
libertad: aceptar heroicamente la muerte, como si esta vida nos importara poco
(según Calderón) o viéramos sus postrimerías como un hecho ficticio o un juego reiterado
(a la manera de Elizondo).
[1] Disponible en https://youtu.be/v_dsLmijecQ
(consultada el 28 de noviembre de 2020).
[2] Disponible en https://youtu.be/OgGingYnKuQ
(consultada el 28 de noviembre de 2020).