Gonzalo Lizardo
Luego de
exponer en Mindhunter sus investigaciones
sobre los asesinos seriales, John Douglas concluye que los monstruos existen, pero
que en su mayoría no nacen así, sino que se hacen, “lo
que significa que en algún momento alguien que ejerció una influencia
profundamente negativa podría haber ejercido en cambio una profundamente
positiva. Así que lo que creo de verdad es que, además de más dinero, policía y
cárceles, lo que necesitamos es más amor”.[1] En
otras palabras, si quiere contener el crimen, la sociedad debe reformar su
sistema de valores —para que el amor dirija nuestras acciones, no el dinero—,
pero sin olvidar que también debe invertir en su sistema legislativo, judicial
y penitenciario.
Desde tal
perspectiva, el problema tiene dos caras. En realidad, nuestros gobernantes tienen
cierta razón cuando afirman que los feminicidios “son culpa del
neoliberalismo”, pues este sistema genera condiciones idóneas para la violencia
—miseria, abandono, explotación—, pero se equivocan atrozmente cuando eluden la
responsabilidad que la sociedad les encomendó como Estado: hacer leyes justas,
perseguir y castigar a los infractores. Es imposible que la sociedad se rija
por el amor en un Estado que favorece la impunidad: imposible extirpar la
desconfianza, el resentimiento y el miedo sociales cuando el Estado se lava las
manos y acusa al neoliberalismo, un enemigo al que no puede perseguir ni
encarcelar.
Por desgracia, nuestro México vive un “ilegalismo” ancestral, casi atávico, muy parecido al del Antiguo Régimen francés, cuando la transgresión a la ley era la norma. Según Michel Foucault: “bajo el Antiguo Régimen, los diferentes estratos sociales tenían cada cual su margen de ilegalismo tolerado: la no aplicación de la regla, la inobservancia de los innumerables edictos u ordenanzas era una condición del funcionamiento político y económico de la sociedad (…) Este ilegalismo necesario (…) en sus regiones inferiores, coincidía con la criminalidad, de la cual le era difícil distinguirse jurídica ya que no moralmente: del ilegalismo fiscal al ilegalismo aduanero, al contrabando, al pillaje, a la lucha armada (…) y a la rebelión, existía una continuidad, cuyas fronteras eran difíciles de marcar”.[2] Por obra de este ilegalismo los límites morales se disuelven, las pulsiones transgresoras se fortalecen, los valores se invierten. Y en un país como el nuestro, donde es tan fácil castigar a un inocente o exonerar a un culpable, la administración de justicia termina por volverse razón de Estado: un artero mecanismo que sólo sirve para preservar el poder, no para instaurar la paz social.
[1] Douglas, John y Mark Olshaker, Mindhunter, cazador de mentes, trad. Ana Guelbenzu, Crítica,
Barcelona 2018, p. 396.
[2] Foucault, Michel, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión,
trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI editores, 2ª edición, México 2009,
p. 86-87.