Gonzalo Lizardo
Fue el viernes 12 cuando estalló la
burbuja: esa flexible pero frágil membrana social que separa nuestra
tranquilidad de nuestro espanto. Aunque antes ya tenía noticia del Covid-19 —no se hablaba de otra cosa en
las redes— preferí no cancelar mi vuelo a Monterrey, donde iba a participar en
la Feria del Libro UANLeer. No hay peor pandemia que el pánico —pensé
entonces—, sobre todo cuando una amenaza común excita nuestros instintos y debilita
nuestros valores. Pero al hacer escala en la ciudad de México supe que estaba
en el epicentro del peligro: en un aeropuerto internacional repleto de
viajeros, aeromozas y pilotos que habían pasado por los países más ricos e
higiénicos del planeta, es decir, justo aquellos donde se gestó la pandemia. Y
en sus rostros se notaba el miedo a pesar del tapabocas.
Apenas llegaba al hotel donde me iba a hospedar cuando un ejecutivo del grupo Planeta me telefoneó para notificarme que, por pura prevención, habían suspendido todos los eventos y presentaciones de sus sellos editoriales —como mi novela, por ejemplo—, así que, si yo deseaba, él me conseguiría un vuelo de regreso esa misma tarde. Respondí que prefería respetar mi itinerario, pues estaba ansioso de promover mi novela con entrevistas y no podía faltar a la mesa donde hablaríamos sobre el aniversario 60 de Ediciones Era. Un evento muy emotivo, por cierto, aunque nadie en el recinto ocultara su angustia por las medidas que en España e Italia se imponían para contener la pandemia.
Incapaz de
ignorar tantas advertencias, cuando volví a Zacatecas me preparé para el
confinamiento. Como mi Universidad suspendió actividades antes de lo previsto
por la SEP, sus docentes tuvimos que cancelar o posponer nuestros compromisos
por teléfono o internet. Menos sencillo fue el viaje en coche a San Luis Potosí
para traer a mi hija menor, que allá estudia Arte Contemporáneo y tenía pavor
de quedarse atrapada en su colonia, donde se habían ya comprobado algunos
contagios. Luego reprogramar la presentación de mi novela en San Luis Potosí —también
postergada—, pasamos por el novio de Paloma, que tenía problemas en su casa y
solicitó asilo en la nuestra.
De ida, tanto
como de vuelta, pude percibir el anverso de la crisis: la desidia de mis paisanos,
que veían la noticia como un problema de primer mundo, influidos acaso por la
insistencia con que nuestro presidente banalizaba la pandemia. Cosa rara: por
primera vez en mi vida, fui detenido en un retén de seguridad cerca ya de
Zacatecas. Tras quitarse el guante y estrecharme la mano, advertí que el
guardia, más que interrogarme o registrar el auto, lo que deseaba era
informarnos sobre el Covid-19, que
en su humilde opinión no era sino pura política, urdida por el Gran Capital para
sembrar el pánico en los demás países, joder sus economías y controlar al
pueblo con sus armas y sus empresas farmacéuticas…
Al final, el guardia nos dejó ir para atender una llamada telefónica. Pero supe, por sus palabras, que nuestro futuro se parecía a una larga y sinuosa autopista, atiborrada de tráfico, con destino a Distopía.
Ilustración original: Solano López, “El Eternauta”.