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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES LXIV MACHADO O EL VIAJE HACIA EL CORAZÓN

Gonzalo Lizardo

Fieles a una tradición ancestral, Girondo y Machado se definen como poetas caminantes: escritores que aman el movimiento perpetuo —el tren en la pradera, el sendero boscoso, el agua en el arroyo— pero sólo si es libre: no viajan por culpa del exilio o la pobreza, sino porque ambos anhelan evadir las cárceles de las rutinas, los apellidos, la tradición. Machado camina para atiborrar sus pupilas con paisajes, pero también para conversar de cerca con las cosas: “La fuente cantaba: ¿Te recuerda, hermano, / un sueño lejano mi canto presente? Fue una tarde lenta del lento verano. / No recuerdo, hermana, / mas sé que tu copla presente es lejana. […] Fue una clara tarde del lento verano… / tú venías solo con tu pena, hermano: / tus labios besaron mi linfa serena, /y en la clara tarde, dijeron tu pena”.[1]

Este diálogo de Machado con el paisaje devela su vena barroca: su inclinación a leer al Mundo como un emblema, un oráculo visual que el poeta debe interrogar para resolver sus misterios: “¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja / que me traes el retablo de mis sueños […] si son mías las lágrimas que vierto!” Y la noche le responde con otro acertijo: “Yo te busqué en tu sueño, / y allí te vi vagando en un borroso / laberinto de espejos”.[2] El poeta sale a la noche para que ella le revele la angustia de su alma, extraviada entre espejismos: una conclusión inquietante si aceptamos que “Tras el vivir y el soñar / está lo que más importa: / despertar”,[3] pues entonces el viaje implicaría una búsqueda del “despertar”: la persecución de esa vigilia donde “todo pasa y todo queda” precisamente porque pasa.

Leídos con esta lupa alegórica, sus poemas (que son viajes que son sueños que son despertares) develan nuevas y asombrosas honduras. Como aquel que empieza “Anoche, cuando dormía /soñé, ¡bendita ilusión!, / que una fontana fluía dentro de mi corazón”. Porque luego de soñar este “manantial de nueva vida” el poeta encuentra dentro de sí una colmena de “blanca cera y dulce miel” y un astro ardiente que “era sol porque alumbraba / y porque hacía llorar”. En consecuencia, Machado descubre en su viaje onírico “que era Dios lo que tenía dentro de mi corazón”,[4] y que Dios, por tanto, es una adivinanza: una fuente que fluye dentro de nuestro Yo, una miel hecha de amarguras, un calor que nos alumbra pero que también (y sobre todo) nos hace llorar.


[1] Machado, Antonio, Poesía, Narcea de Ediciones, Madrid 1974, p. 102.

[2] Machado, Antonio, …Más de uno. (Antología poética), Renacimiento, Sevilla 2010, p. 32.

[3] Ibíd., p. 119

[4] Ibíd., pp. 40-41.

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