Gonzalo Lizardo
Fieles a una tradición ancestral, Girondo
y Machado se definen como poetas caminantes: escritores que aman el movimiento
perpetuo —el tren en la pradera, el sendero boscoso, el agua en el arroyo— pero
sólo si es libre: no viajan por culpa del exilio o la pobreza, sino porque ambos
anhelan evadir las cárceles de las rutinas, los apellidos, la tradición. Machado
camina para atiborrar sus pupilas con paisajes, pero también para conversar de
cerca con las cosas: “La fuente cantaba: ¿Te recuerda, hermano, / un sueño
lejano mi canto presente? Fue una tarde lenta del lento verano. / No recuerdo,
hermana, / mas sé que tu copla presente es lejana. […] Fue una clara tarde del
lento verano… / tú venías solo con tu pena, hermano: / tus labios besaron mi
linfa serena, /y en la clara tarde, dijeron tu pena”.[1]
Este diálogo de Machado con el paisaje devela su vena barroca: su inclinación a leer al Mundo como un emblema, un oráculo visual que el poeta debe interrogar para resolver sus misterios: “¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja / que me traes el retablo de mis sueños […] si son mías las lágrimas que vierto!” Y la noche le responde con otro acertijo: “Yo te busqué en tu sueño, / y allí te vi vagando en un borroso / laberinto de espejos”.[2] El poeta sale a la noche para que ella le revele la angustia de su alma, extraviada entre espejismos: una conclusión inquietante si aceptamos que “Tras el vivir y el soñar / está lo que más importa: / despertar”,[3] pues entonces el viaje implicaría una búsqueda del “despertar”: la persecución de esa vigilia donde “todo pasa y todo queda” precisamente porque pasa.
Leídos con esta
lupa alegórica, sus poemas (que son viajes que son sueños que son despertares) develan
nuevas y asombrosas honduras. Como aquel que empieza “Anoche, cuando dormía
/soñé, ¡bendita ilusión!, / que una fontana fluía dentro de mi corazón”. Porque
luego de soñar este “manantial de nueva vida” el poeta encuentra dentro de sí una
colmena de “blanca cera y dulce miel” y un astro ardiente que “era sol porque
alumbraba / y porque hacía llorar”. En consecuencia, Machado descubre en su
viaje onírico “que era Dios lo que tenía dentro de mi corazón”,[4] y que
Dios, por tanto, es una adivinanza: una fuente que fluye dentro de nuestro Yo,
una miel hecha de amarguras, un calor que nos alumbra pero que también (y sobre
todo) nos hace llorar.
[1] Machado, Antonio, Poesía,
Narcea de Ediciones, Madrid 1974, p. 102.
[2] Machado, Antonio, …Más de
uno. (Antología poética), Renacimiento, Sevilla 2010, p. 32.
[3] Ibíd., p. 119
[4] Ibíd., pp. 40-41.