Gonzalo Lizardo
Cada vez que pienso en la fluctuante
relación entre España y nuestro país, me acuerdo de un profesor de preparatoria
que sentenciaba: “tras la guerra civil española, el único ganador fue México”.
Lo decía con agradecimiento, claro, pues no olvidaba que aquí, tras la victoria
franquista, el éxodo republicano revitalizó nuestra cultura, tullida ya por
tanto nacionalismo revolucionario e institucional. Entre dichos exiliados, nada
menos, vino acá María Zambrano, quien se instaló en Morelia en 1939 para
impartir un curso en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo. Un azar
histórico que resultó fructífero para nuestra cultura literaria pero también
para la pensadora malagueña, pues gracias a esa estancia pudo escribir Filosofía y poesía, un libro que ella
calificaba de “utópico” en tanto le permitió expresar su irrenunciable vocación
filosófica.
Fiel a la
tradición barroca de su autora, en estas páginas se confrontan dos conceptos
(casi) insolubles: el Pensamiento y la Poesía como formas expresivas que,
aisladas en sí mismas, son insuficientes para contener todo lo humano. “En la
poesía encontramos directamente al hombre concreto, individual. En la filosofía
al hombre en su historia universal, en su querer ser. La poesía es encuentro,
don, hallazgo por gracia. La filosofía busca, requerimiento guiado por un
método”[1]. A
este antagonismo, instaurado por Platón en su República, lo moderó el mismo Platón en su Banquete, al imaginar una especie de Amor que conjuntaría ambos
caminos en busca de la Unidad.Sin
embargo, esta tregua platónica entre pensadores y poetas fue breve, pues a
partir de entonces la relación no ha dejado de tambalearse, como la de esos
amantes que ayer se odiaban, hoy se reconcilian y mañana se habrán de
separarse.
Pero, por
mucho que pareciera imposible sanar la angustia del filósofo con la melancolía
del poeta, Zambrano prefirió no rendirse sino cultivar la amistad como bálsamo,
sí, pero también como espacio de diálogo, pesquisa y encuentro. De ahí que la
relación intelectual que sostuvo con Lezama Lima por casi cuarenta años, pueda
interpretarse como el eco de un Amor (neoplatónico) más allá de lo contingente.
Basta ese ejemplo, me parece, para reconocer que “La filosofía no siempre ha
olvidado su origen, sino que partiendo de él ha salido a rescatar el ser
perdido de las cosas […] en esta referencia a la unidad íntegra del universo,
en este dirigirse abrazando todas las cosas, poesía y filosofía estarían de
acuerdo”.[2]
Por eso, cada
vez que me pregunto si es posible esa utopía, invoco a la exiliada María y al
insiliado José en algún rincón de La Habana, bebiendo café y conversando, como
emblema ejemplar de un hermerotismo entre (dis)pares; la utopía de dos amigos que
hacen frente común contra la Historia.[3]
[1] María Zambrano, Filosofía y poesía, FCE, México 1996, p.
13.
[2] Ídem, pp. 112-113.
[3] Por cierto, ¿habrán
bailado juntos, María y José, aunque sea una guaracha?