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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES XIX. HEIDEGGER Y LAS AMISTADES PELIGROSAS.

Gonzalo Lizardo

Bajo su apariencia lúdica y divagante —como la del free jazz—, Encomio del tirano de Giorgio Manganelli propone una turbadora analogía. Si la relación entre el autor y el editor es comparable a la que existe entre el bufón y el tirano —o entre el ser humano y Dios—, estamos ante una parodia de la relación que tiene cualquier Yo con cualquier Otro. O sea, una alegoría de la política: de aquello que rige la relación entre individuos (o entre pueblos o entre naciones). Una poética de lo político: fluida, plural, plenamente neobarroca.

A propósito de esta relación, un docto amigo me reclamó hace unos días porque quise descalificar a Heidegger en una de mis glosas sobre Arendt: “Heidegger soñaba el resurgimiento de Alemania desde una perspectiva griega”, me dijo en resumidas (y enérgicas) palabras: “por eso se adscribió al nazismo, aunque el Partido luego calificara su obra de individualista, esquizofrénica e ilegible, y él decidiera renunciar al rectorado de la universidad”. Quise yo contenerlo, explicarle el malentendido, pero antes él me atajó para invitarme “a una peda macabra, con mis libros en la mano, para hablar del tenebroso filósofo cuyo único poder era la escritura”.

Ni cómo rehusar esa invitación. Cuando esa borrachera llegue, explicaré a mi docto (y peligroso) amigo que admiro a Heidegger como el gran vindicador de la Hermenéutica, y aun sostengo que su renuncia al nazismo es coherente con su espíritu crítico. Sólo había citado su “error” para contrastar su ideal platónico del intelectual (como filósofo-rey) con el ideal socrático de Arendt (el filósofo como mediador). En términos de Manganelli, ambos urdieron una forma distinta (pero no incompatible) para que el poeta/bufón/filósofo lidiara con su respectivo editor/tirano/Dios, pero sin olvidar que existen vías alternativas, como las que propusieron Lezama, Zambrano, Dauajare o D’Annunzio.

Conjeturalmente, estos ejemplos, bien ponderados, nos ayudarían a forjar nuestra propia relación —amistosa o no— con la política, con la filosofía, con el arte. El caso de Heidegger tendría especial interés pues él mismo sostuvo que “el errar forma parte de la constitución íntima del ser-aquí en que se halla inmerso el hombre histórico”.[1] Por tanto, “caer en el error” es inherente a la búsqueda de la verdad, siempre y cuando se tenga el valor (o la lucidez) para detectarlo y corregirlo. La vida y la obra de ese “tenebroso” filósofo —como lo llama mi docto amigo— nos ayudarían a elucidar, quizás, el sutilísimo problema de la Conversión. (Aunque antes de intentarlo será inevitable dar algunos ambages más.)


[1] Heidegger, Martín, “De la esencia de la verdad”, en Hitos, Alianza, Madrid 2007, p. 166.

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