Gonzalo Lizardo
Mi interés por
la obra de Giorgio Manganelli (Milán 1922 – Roma 1990) nació cuando un notable
lector la comparó con la mía pues compartíamos cierto espíritu “chocarrero”.
Acepté su analogía no como elogio sino como invitación para leer a un autor casi
secreto, al que Italo Calvino describió como un “personaje único en nuestra
literatura y en cualquier otra, semejante única y exclusivamente a sí mismo”.[1] Y el consejo resultó muy fructífero, pues uno
de sus libros, Encomio del tirano,
llegó a mis manos justo cuando reflexionaba sobre las relaciones entre la
poesía y la política desde la perspectiva neobarroca.
Tras afirmar en su subtítulo que fue “escrito con la
única finalidad de hacer dinero”,[2] Encomio del tirano es el delirante monólogo
que un escritor dirige a su “egregio” editor, advirtiendo que no quiere contar
ninguna historia, ni exponer ninguna idea, sino sólo ofertar su ingenio como lo
hace “el pelotón de esos plumíferos, cortesanos, sicarios, mercenarios que son
la gloria de nuestras letras”.[3] Por
lo mismo, se compara con un bufón: con esos hombres tortuosos y deformes, tan
propensos a los malabares del lenguaje que muy pocos pueden realizar, juegos
del lenguaje que él realiza para ganarse la vida, obtener el amor de las mujeres
y la simpatía de los editores.
Por tanto, si el autor es un bufón, el editor no sería
sino un tirano: un feroz y magno monarca. Entre ambos existe, poliédrica, una
simbiosis: el primero necesita del segundo para ejercer sus talentos, mientras el
segundo extrae de aquél la fuerza que requiere para matar o absolver,
ennoblecer o asesinar. Además, es el bufón el único que puede ridiculizar al
déspota, decirle en su cara que es homicida, adúltero, cruel e ignorante sin
que éste se atreva a castigarlo, pues entonces se volvería el ser más solitario
del cosmos (una idea, por cierto, que también exploró Augusto Roa Bastos en Yo, el supremo).
De analogía en analogías, el bufón termina por
demostrar que la Teología es la matriz de la Historia y, por tanto, puede definirse
a Dios como “el tirano de los tiranos, el modelo, la idea platónica del monarca
o sencillamente, del verdugo”,[4] un
demiurgo que estaría incompleto si no contara con la palabra de su juglar: su
autor. Sólo así el déspota deviene Creador: sujeto que procrea historias y
mundos bajo la férula de su mecenas. Pues sin dichos relatos, siempre
interrumpidos y postergados, el infinito Dios padecería un infinito tedio por
una infinita Eternidad.
Una parábola perturbadora, sin duda, que exploraré
después, si lo dispone Vuestra Excelencia. Sí, Usted, mi egregio y tiránico
Lector.
[1] Calvino, Italo, epílogo a Giorgio Manganelli, Hilarotragoedia, Siruela, Madrid 2006,
p. 136.
[2] Manganelli, Giorgio, Encomio
del tirano, Siruela, Madrid 2003.
[3] Ibid, p. 10.
[4] Ibid, p. 69.