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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES XXII. NI APOLÍNEO, NI DIONISÍACO, SINO HERMÉTICO

Gonzalo Lizardo

Según cuenta Eugenio d’Ors, fue en una “hora meridiana” de mayo, en el jardín botánico de Coimbra, cuando vislumbró una fructífera verdad: “que el Barroco está secretamente animado por la nostalgia del Paraíso Perdido”,[1] de lo cual dedujo que “lo Barroco” se relacionaba con lo salvaje y con el Wildermann; en resumen, con lo dionisíaco. En contra de críticos como Benedetto Croce, para quienes el barroco era una “variante de lo feo” o una descomposición del Renacimiento, d’Ors arguyó que existían “constantes históricas” a las que llamó “eones”: categorías que, a pesar de su carácter metafísico, se desarrollaban en el tiempo: cualidades eternas pero al mismo tiempo históricas.

Entre otros eones, d’Ors destacó la persistencia de dos: el eón Roma como principio de la unidad, el monoteísmo y “lo Clásico”, frente al eón Babel como principio de la pluralidad, el panteísmo y “lo Barroco”. Tal oposición le permitió concluir que lo barroco no era un simple estilo histórico, propio de los siglos XVI y XVII, pues se hallaba presente en épocas tan lejanas como el alejandrinismo, por lo cual era un fenómeno que no sólo atañía a lo artístico, sino “a la civilización entera”.[2]

Pero esta premisa, que en otras manos hubiera revolucionado la historia cultural, en manos de d’Ors se volvió censura y maniqueísmo en cuanto tomó partido por “lo clásico” (como sinónimo del Orden, la Civilización y la Tradición), metiendo en el saco de “lo barroco” todo lo que rechazaba (como sinónimo del Caos, la Barbarie, la Revolución). Por eso condenó a Goya y a Monet, al Romanticismo y al Impresionismo, a Lutero y a la Anarquía, mientras canonizaba a Cezanne y Poussin, al Clasicismo y al Novocentismo, a Maurras y a la Monarquía.

Por una especie de miopía intelectual, d’Ors fue incapaz de admitir matices ni términos medios. Si hubiera leído mejor a Gracián —a quien admiraba—, hubiera entendido que la verdad no se halla en los opuestos sino en su conjunción: en la agudeza del “concepto”. Habría que ver “lo Barroco”, en todo caso, como un tercer eón, ni apolíneo ni dionisíaco, ni romántico ni clásico, sino hermético. Pues sólo gracias a Hermes —el dios de los alquimistas y los traductores— es que “Dioniso habla la lengua de Apolo, mas Apolo habla finalmente la lengua de Dioniso, con lo cual se ha alcanzado la meta suprema de la tragedia y del arte”,[3] para decirlo con la frase de Nietzsche —ese involuntario barroco.


[1] D’Ors, Eugenio, Lo barroco, Tecnos, Madrid 1993, p. 35.

[2] Ibidem, p. 66.

[3] Nietzsche, Friedrich, El nacimiento de la tragedia, Editorial Edaf, Madrid 1993, p. 208.

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