Gonzalo Lizardo
Tras el concepto de lo Barroco se agazapa lo que
algunos han llamado el mal de la
metafísica, es decir, “el dualismo, los opuestos excluyentes como
constitución de lo real (…) Sin embargo, la única oposición irreconciliable que
la metafísica clásica es entre lo real y lo ideal; el resto de opuestos sólo se
dan en el mundo de lo ideal”.[1]
Para cierto pensamiento “clásico” —como el cientificista— sólo existe lo
objetivo/real, pues lo subjetivo/ideal no pasa de ser virtualidad pura. El
pensamiento barroco, en cambio, considera que lo “objetivo” tiene una parte
“subjetiva” —y viceversa—, como ocurre con el fenómeno de la visión: un
fenómeno “real” con un componente objetivo (la luz) y otro subjetivo (el ojo).
La
visión, en consecuencia, permite una síntesis entre “los elementos de la
realidad externa y la mente de quien ve”,[2]
lo cual ha permitido que algunos filósofos —como d’Ors o Berkeley— construyan
una teoría del conocimiento sobre la analogía entre visión y pensamiento,
visión y poesía, visión y razón. No en vano, el barroco Leibnitz concibió la
“mónada” como el mínimo ojo/mente que fuera capaz de ver/conocer el
mundo/realidad. Aunque hay al menos dos autores —un pionero de la psicología y
un narrador psicodélico— que exploraron más a fondo esa metáfora barroca: la
visión como base del conocimiento.
En 1825,
el psicólogo alemán Gustav Fechner (1801-1887), publicó con pseudónimo su Anatomía comparada de los ángeles, donde
relaciona la constitución del cuerpo humano con “la constitución de criaturas
superiores”. Supone que el ser humano, como microcosmos, se alimenta de luz
solar y por ello dispone del ojo: un órgano al que los demás están
subordinados, incluido el cerebro. Y concluye que, si existieran seres
superiores al hombre, tendrían que ser “criaturas solares” a las que llama
ángeles y son “ojos vueltos libres, y de la más elevada configuración interna,
(…) la luz es su elemento, como el aire es el nuestro”.[3]
Según
Fechner, estos “ángeles ópticos” u “ojos angélicos” son superiores al humano
porque perciben y conocen el Mundo sin necesidad de otros órganos. Una premisa
que permitiría imaginar a Dios como el Supremo Ojo: como un Ojo que vigilara
sin parpadear a sus creaturas. Justo así lo concibió el barroco Philip K. Dick
en The eye in the sky (1957), un
relato que difracta “lo real” y lo objetivo en un caleidoscopio de múltiples
subjetividades. (Una novela que debo releer, ciertamente, pues bien amerita una
glosa.)
[1] González, Antonino, Eugenio
d’Ors. El arte y la vida, FCE, Madrid 2010, p. 81.
[2] Idem, p. 73.
[3] Fechner, Gustav, Anatomía
comparada de los ángeles. Sobre la danza, editorial Cactus, Buenos Aires
2017, p. 25.