Gonzalo Lizardo
El Ojo es un símbolo germinal de “lo barroco”
porque en él se conjunta lo objetivo (la Luz) con lo subjetivo (la Mente) y se
consuma un acto (la Visión) que nos permite vivir, ser, estar en el Mundo. Si
no fuera por las cinco ventanas de nuestros sentidos, nuestra psique yacería
incomunicada en la gruta platónica del cuerpo. Ahora bien: si el ojo es una
“ventana del alma”, entonces la ventana (ese hueco abierto en el muro) es un
ojo figurado: una pupila arquitectónica, un diafragma óptico que ilumina el
interior de nuestra caverna (nuestro hogar, nuestra mazmorra, nuestro
inconsciente) y nos comunica el bullicio externo del Mundo.
Por su
capacidad para delimitar espacios y unir el dentro con el fuera, las ventanas
fueron fundamentales en la arquitectura del Barroco, pero más aun en su
pintura. ¿Qué es la obra pictórica sino una ventana que nos permite atisbar
—tras el quicio del marco— una realidad exterior a nosotros, los observadores?
Por eso a Picasso le gustaba desde niño, seguramente, asomarse por las ventanas
para pintar las nubes, las calles, la gente y las palomas tal como se veían
desde su taller,[1] como si
ya intuyera que el arte es una visión subjetiva de lo objetivo pero también una
objetivación material de lo subjetivo.
Entre
todas sus ventanas, destacan las nueve que el artista pintó en 1957, mientras
parafraseaba las Meninas de
Velázquez. Esos lienzos, Los pichones,[2]
muestran el gran balcón de su taller, desde donde solía admirar su jardín, sus
palomas y el Mediterráneo. Aunque la crítica las ha considerado como
divertimentos al margen del Gran Proyecto, es obvio que el artista las pintó
con alevosía, como estudios de espacialidad pictórica: como bocetos para
aprehender los espacios que Velázquez condensó en sus Meninas (un cuadro que no es sino una ventana subvertida, pues ve
desde afuera el adentro de lo pictórico: una pupila multiplicada que el artista
abre entre el Mundo, el Arte y nuestro Ojo).
Pero,
amén de estas ventanas que despliegan nuestra mirada hacia el mundo exterior,
hubo otras, más misteriosas, que intrigaron a Picasso: esas ventanas que
bloquean la luz, sí, pero devuelven la mirada y desdoblan el espacio con pulcra
simetría. Tal como lo hace el Espejo: otro símbolo clave de la cosmovisión
(neo) barroca.
[1] Por ejemplo, El paseo de
Colón (Museo Picasso, 1917), y Ventana
abierta sobre la Rue de Penthièvre (Colección privada, 1920), donde la
ventana del lienzo se sobrepone sobre la ventana del taller.
[2] Los pichones (Museo
Picasso, 1957).