Gonzalo Lizardo
Como muchos
colegas míos, creadores o académicos, mis libreros están invadidos a medias por
mi trabajo: por los libros que necesito para impartir clases, asesorar tesis, resolver
dudas creativas o apoyar mis proyectos escolares. Otra parte —la mayoría— la
ocupan los que leo por placer, por curiosidad, por amor a la belleza o a la
aventura. Tengo, además, mis textos sagrados: esos que consulto como otros lo
harían con el sacerdote o el psicólogo, pero también los desechables: esos que
por error llegaron a mi librero y no los tiro a la basura por pudor ecológico.
Quisiera creer que algunos colegas míos reservan, como
yo, un estante o dos para sus “libros fetiche”: aquellos que satisfacen un
apetito personal, inexplicable pero irresistible. Habrá quien atesore ahí
cómics obscenos, la obra entera de Corín Tellado, libelos satánicos o catálogos
de muñecas chinas. En mi caso, reservo ese rincón a los indescifrables: esos pocos pero preciosos libros que fueron creados
no para transmitir sentido sino para velarlo. Como los ilustrados de William
Blake, el Libro rojo de Carl Jung, o
el Liber Mutus, de Baulot, que
ilustra el proceso alquímico con imágenes mudas, insondables.
Movido por esta venial perversión, no escatimé mi
entusiasmo cuando supe que el Manuscrito Voynich —“el más misterioso de la
historia”— se había publicado en versión facsimilar, con prólogos y apéndices
eruditos. Nada menos que “el más enigmático legado de la Edad Media a la
Moderna”,[1] pues
se ignora quién lo escribió ni se sabe para quién, cuándo, dónde o por qué fue
escrito. Su texto está cifrado en un lenguaje impenetrable, con elegantes
caracteres que no pertenecen a ningún alfabeto humano. Y está ilustrado, para colmo,
con plantas que nadie ha visto, surrealistas baños de mujeres y cartas
astrológicas que parecen venir de otro mundo.
Su reputación, como ocurre en estos casos, está
aderezada por una historia intrigante. Durante siglos se atribuyó su creación
al filósofo Roger Bacon (1214-1284) y se creía que estuvo en la biblioteca del
matemático John Dee (1527-1608). Su primera mención histórica data de 1665,
cuando Marcus Marci lo ofreció por carta a su amigo Athanasius Kircher
(1602-1680), el jesuita que había cobrado fama por sus (erráticos) estudios
sobre la escritura egipcia. Aunque se declaró incapaz de descifrarlo, Kircher
lo hizo resguardar por la Compañía de Jesús, quien lo conservó hasta 1912,
cuando fue adquirido por el erudito Wilfried Michael Voynich (1864-1930).
Un libro, en resumen, que bien amerita dos o tres
glosas, para abismarme en su enigma —aunque nadie pueda nunca descifrarlo.
[1] Clemens, Raymond, “Preface” a The Voynich Manuscript, Yale University
Press, New Haven and London 2016, p. xi.