Gonzalo Lizardo
Entre las
incontables teorías formuladas para explicar los misterios del manuscrito
Voynich o Beynecke MS 408, la más divertida me la compartió un amigo: publicada
por una revista conspiranoica de los años 70, ahí se insinuaba que había
pertenecido al rey Salomón y que contenía la fórmula para crear “una fuente de
energía superior miles de veces a la bomba atómica”.[1] Una
conjetura desquiciada, sin duda, pero al menos con una virtud: la de interrogar
el manuscrito no a través de su grafía, sino de su iconografía.
La idea suena viable. Ya algunos han señalado que las
figuras del Beynecke recuerdan a ciertas ilustraciones alquímicas del siglo XV,
en tanto combinan elementos heterogéneos para crear composiciones fantásticas.
Sin embargo, en las alquimistas casi todos los elementos son reconocibles por
separado, mientras que en el Beynecke casi ninguno lo es. En este último se
percibe, además, un menor oficio: dibujo ingenuo, colorido torpe, rudas
pinceladas. Para hallar una obra parecida, no habría que buscar en bibliotecas
ni en museos sino en el llamado Art Brut:
entre esos “artistas marginales” que plasmaron en papel sus alucinaciones, como
Martín Ramírez o Adolf Wölfli, entre otros.
Sobre este último, Cortázar escribió: “A Wölfli lo
conocí por Jean Dubuffet, que publicó el texto de un médico suizo que se ocupó
de él en el manicomio”. Recluido en una celda por violación y otros estupros,
este montañés era caso perdido para la psiquiatría hasta que un doctor le
ofreció papel y crayones. Desde ese instante el paciente se apaciguó y no se
detuvo hasta completar, veinte años después, “una obra perfectamente delirante”.
Más aún: cuando el médico le preguntaba qué significaba alguno de sus dibujos,
Wölfli hacía un rollo de papel y “soplaba una melodía que para él no sólo era
la explicación de la pintura sino también la pintura”.[2]
En otras palabras, Wölfli no distinguía entre la
representación y lo representado, entre música y pintura, entre delirio y
realidad. Sería formidable (¿a poco no?) imaginar que el Beynecke MS 408 fue
creado por personajes así: por un puñado de locos geniales,[3]
recluidos en algún monasterio, donde apaciguaban sus demonios dibujando y
escribiendo. Acaso porque sus monjes custodios vieron en esas imágenes y en esa
escritura una ventana a lo supraterreno: esa tierra a la que sólo se arriba
cuando uno ha tirado por la borda el lastre de la cordura.
[1] Anónimo, ¿Destruirá al mundo el Manuscrito Voynich?”, en Duda. Lo
increíble es la verdad, no. 80, Año 3, México enero 10, 1973, p. 24.
[2] Cortázar, Julio, La vuelta al día en ochenta mundos,
Siglo XXI Editores, 4ª edición, Buenos Aires 1968, p. 50.
[3] Como los “gemelos
pitagóricos” que Oliver Sacks describió en El
hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Anagrama, Barcelona 2009),
capaces de calcular al instante números primos de ocho o más dígitos.