Gonzalo Lizardo
Hace unas
semanas, cuando Socorro Venegas me invitó a presentar en Zacatecas La memoria donde ardía,[1]
acepté emocionado por la ocasión de leer su libro más reciente y de conversar
otra vez con ella. Nos conocimos hace dieciocho años, mientras éramos becarios
del Fonca, y desde entonces supe
que sus textos eran reales y verdaderos:
vívidos testimonios de una experiencia real, aunque transfigurada por la
palabra. Por eso, aunque aborden temas dolorosos —la viudez, el abandono, la
violencia, el horror a la maternidad—, sus relatos conmueven, pues revelan lo
ominoso, lo inconfesable, con la serena sabiduría del Arte.
Así ocurre en La
memoria donde ardía, cuyo título alude a un soneto de Quevedo, y cuyos
cuentos, tras su aparente desolación, dan fe de una esperanza: que puede
encararse el absurdo de la existencia si se lo mira tras el cristal de una
metáfora o de la experiencia ajena: un cuadro de Goya, una canción de Kurt
Cobain, el vuelo de las mariposas o una playa de olas negras, no son sino
indicios que el mundo ofrece para dar sentido al luto o al espanto. Cada azar o
dilema humano resuena en otros hechos y otros destinos, de suerte que así, al
verterse hacia afuera, se apaga el rencor como un eco y se preserva la pasión
como una brasa terca, allá donde la memoria ardía.
Entre los diecinueve cuentos del libro —todos ellos
memorables—, destacan dos por el símbolo que los vincula. En “El hueco”, una
mujer nos confiesa el rechazo que siente por ese niño al que no logra llamar
“hijo” y al que no puede ni amamantar con su leche emponzoñada. Y en el otro,
“Vía láctea”, aparece una joven solitaria, que espera en la estación de trenes
mientras se extienden sobre su blusa “dos manchas claras” a la altura del
pecho: la leche que no bebió su hijo recién nacido, recién abandonado.
Por venenosa o derramada, la leche de estas dos
mujeres —que podrían ser la misma— aluden a la de Hera, la diosa que negó su
pecho a Heracles por ser el hijo bastardo de Zeus y de Alcmena. Pero algo más
humano palpita tras esa alusión: así como la leche derramada de Hera preñó de
estrellas el cosmos, la de estas dos mujeres —madres hueco, madres herida,
madres abandono—, tiene la virtud de preñar al narrador de estos cuentos y
también a sus lectores: “Sentí entonces el primer movimiento. Un vuelco. Esa
muchacha me había preñado. De pena, de tristeza, de imposible”.[2]
(Polvo seremos al cerrar este libro —afirmaría
Quevedo—, mas polvo preñado de láctea melancolía.)
[1] Venegas, Socorro, La
memoria donde ardía, Páginas de espuma, Madrid 2019.
[2] Ibid, p. 81.