Alejandro García
…Dos cientos de años, Madigan, se dice pronto. Bájale 36, si entre 1819 y 1955 nace, crece y publica la primera versión de Hojas de hierba. Bájale 37 si en 1892 deja por fin en paz a sus versos y nos entrega la versión definitiva. Ahora hay quien pone la impresión prima en los versos definitivos. Así será. El caso es que Walt Whitman está vivo y fuerte. En contraste con la narrativa de su país, en que se preanuncia Melville, nada parece hacerle sombra. Lo acuna de manera definitiva Emerson, como después lo hará Thoreau.El personaje de Whitman, a diferencia del Hamlet del canon de Harold Bloom, no está obnubilado, se ve a sí mismo y a los demás, y los encierra en un todo. Ve la miseria, los abusos, las furias, las decepciones, pero el saldo sigue siendo hacia adelante, con las ganas de hacer las cosas y darle sentido a la vida. Esto puede ser visto dentro de una búsqueda fuera de una mirada religiosa que puede venir tinta en experiencias de dominio y sojuzgamiento. Buena parte de la literatura del XIX se contamina de ambiente de “ennui”, y para George Steiner el despertar se dará hasta la Primera Guerra Mundial, cuando los hombres concientizan el fracaso de los grandes lemas y se han dado cuenta de que han sido víctimas del hastío y del aburrimiento. La terca fidelidad al estilo y al lenguaje de Flaubert tendrá que dejar a la risa y al gozo para mejores temporadas. Y entonces sólo quedará tiempo y espacio para la guerra, para purgar la culpa con la cadena de muertos ajenos a las causas, que no a los efectos. Whitman es una excepción en este mundo, a pesar de la guerra entre norte y sur, a pesar de las diferencias entre la práctica y los ideales en la construcción de su nación. El hombre optimista está por encima de los pesimistas, de los que obstruyen, de los que no viven. Quizás el otro gran optimista del siglo sea Victor Hugo. Se nota en sus historias, ante las cuales los lectores caen prontamente seducidos, en los logros de los personajes, en los desafíos de las acciones y en cómo a pesar de las frustraciones personales o históricas, el hombre es el dueño de los cambios y cómo el escritor es esa presencia que devela la realidad y le abona un tinte de teleología positiva. La construcción humana es monstruosa, cubre y alienta la vida en primer término, proyecta al hombre fuera de sí. Ese hombre libre, a veces desnudo, testigo de lo nocturno, de lo diurno, de lo que pasó, de lo que pasa, de lo que vendrá, no es una variante de Hamlet, no es su mera negación, es otra manera de la conciencia, de asumir el mundo, de hacer vivir los sentidos. Solemos encontrar al Hamlet del siglo XXI, triste, con los hombros caídos, a veces con el discurso a solas, pero no matizamos cuando ese hombre escucha música, ajeno de cualquier manera al ruido rutinario, y baila y canta y proyecta sus estados de ánimo y los purga durante la caminata. Recuerdo yo la atracción de los poetas de mi generación, su búsqueda de la genialidad de los poetas malditos, la reducción de las barbaridades de los hombres del sistema o de los pregoneros de la democracia llamada real politik. A través del viaje de los años, de las magulladuras que gané, creo descubrir siempre una tendencia inmediata a lo oscuro, a lo prohibido, al sexo y a la enfermedad, a la transgresión. Pero creo que si bien éste era el uniforme, la esencia era la actitud del poeta como develador, como conductor del mundo y como descifrador de las realidades que en el fondo de los actos y de las instituciones emanaba. Era una mirada whitmaniana con máscara de disolución social. Algunos dirán que es más bien la herencia de los románticos; pero no, eran muy pocos los que descendían al inframundo y, muy a menudo, si regresaban, estaban ausentes de la poesía y de la creación. Para quienes acuden a Whitman en busca de la defensa de la democracia, sin duda la encontrarán, pero tampoco será de un solo filón. Recordemos que el mundo moderno surge de un deseo de transformación de los hombres y de su mundo. Libertad, igualdad y fraternidad son una conquista arrebatada a las instituciones medievales, pero no son plenas, no están al cien por ciento al alcance de los hombres. Habrá que ir conquistándolas y derrotar del todo al mundo que las niega, habrá que señalar su estado y su correspondencia con las nuevas realidades. Así que la democracia no es un estadio acabado, está siempre en mejoramiento y sujeta a revisión. Claro que lo anterior no es siempre letra viva. Los que llegan al poder se sienten incómodos con los llamados al cambio y con los señalamientos de la crítica. Walt Whitman vive los estadios de la democracia, su yo enmascarado se ve fascinado por los Estados Unidos en construcción y expansión. El crecimiento del territorio refiere más a los texanos que a los mexicanos, a quienes descubre como sanguinarios y malos soldados. Whitman es un americano, responde a los intereses de su país, como en su momento los barcos ingleses se hartaron con las riquezas novohispanas tomando las embarcaciones españolas. Podemos imaginarlo viajando como vagabundo después de que le han robado el dinero en su internamiento a los campos de batalla rumbo al sur, o desembolsando dinero para sacar algunas de las ediciones de su prodigioso e inigualable libro, o perdido en la bruma mental durante las secuelas de su accidente cerebral. El Whitman de sí mismo es más consciente de los niveles de interacción, de los pasos de los pueblos y de las grandes causas, de allí que tenga que mediar con ese personaje que es él mismo y con el alma, siempre oscura, que se mueve con arbitrario e insondable voluntarismo…
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