Alejandro García
…de las llamadas de mi memoria vienen tres estampas, a propósito de este encierro que va de menos a más y que nos tiene en el brete de que no pasa nada, mientras escenas de ciencia ficción se viven en New York, el norte de Italia y las Españas y ya toca la puerta de Iztapalapa. Y claro, mientras no toque de cerca en el espacio o en el corazón es fantasía. La primera es sencilla. Me recuerda la banda de las tortillas, el mojón de masa que sale a convertirse en la carita de Dios antes de que tenga su cocción. Y allí va la procesión de círculos en casi doméstica cadena, hasta caer en un recipiente de su tamaño. A todas les/nos tocará. A las que se deformen o se amontonen aún crudas, las volverán al molino. A las que no se logren, las convertirán en mazacote para usos múltiples. Las otras irán al paquete y de allí a diabólicos aparatos digestivos. Se incluyen chanchos, canes, periquitos australianos en el post reparto de familia. Conforme se entra al hervor de la epidemia, salen los cortos soliviantadores. No serán todos. Muchos serán huéspedes sin manifestaciones. Eso sí, el micro violador podrá pasar por muchos sin molestarlos. La segunda es parecida, sólo que viene del cine. Me recuerda aquella macro banda de “Cuando el destino nos alcance”, en que unas galletotas o croquetas de buen tamaño, de diversos colores, ninguno con viveza apreciable. El ojo humano, curioso, desafiante, descubre en esa circulación el destino en que muchos se han convertido: manjar salobre de mesas en crisis. Tortilla o galletota, ominosas parábolas para el presuntuoso libro de los buenos lemas humanos. Como todo será parcial, un número pequeño dentro de los porcentajes, habrá que pensar en lo que sigue, en lo que habrá que organizar para mantener las cosas como hasta antes del fin de año de 2019. Y a ver de qué cuero salen más correas. La tercera es de la literatura, de ese genio llamado J. G. Ballard. Se da en su relato “El día eterno”, incluido primeramente en “El hombre imposible” (1966). En él la tierra ha dejado de rotar. El tiempo se ha detenido. A los lugares se les ha puesto un pequeño agregado: Londres 6 P.M., Saigón medianoche. Halliday está en Columbine Sept Heures, justo en la línea del crepúsculo. Vivió un tiempo en Trondheim, Noruega, en la misma línea, sólo que con más frío. Resolvió moverse a África, más cerca del ecuador. Al este se ve la noche; al oeste, la luz del día. Se forma una figura de mariposa con el cuerpo crepuscular que combina luz y sombra, con un ala diurna y otra nocturna. En el solitario hotel en que pernocta, “Oasis”, hay una sección más oscura que la otra. Las horas han desaparecido, también los matices propios de las 24 horas. Los relojes son memoria de eso que desapareció por causas no explicadas en el texto. En ese territorio cercano a Tripoli, aparecen también otros dos personajes: Leonora Sully y el doctor Richard Mallory. Se dice que en el filo del crepúsculo hay sobrevivientes, pero en la Columbine flanqueada por un río seco y el desierto del Sahara no hay más rastros humanos que los de ese trío y la aparición misteriosa de Gabrielle Szabo y su chofer. Un poco antes, Halliday toma copias de cuadros surrealistas de la Escuela de las Bellas Artes, entre ellas “El eco” de Delvaux. Halliday ha ido en busca del sueño y de los sueños y de una noctámbula y fervorosa “lamia” que lo colme. Leonora pinta obispos y sacerdotes en procesión, su cuadro está inconcluso, es su manera de buscar sus sueños. El doctor es un misterio, su don de ayuda lo cubre de preguntas ordinarias y pareciera ser una necesidad satisfecha. En un mundo que ha perdido la dimensión temporal, muerto, Leptis Magna, la fortaleza romana en ruinas, es un punto de tentación. Szabo es inasible, sólo observable, puede ser la lamia. Un mundo que ha borrado sus huellas pide sea reconstituido todo. Cuando a la orilla del mar, cerca de la ciudad clásica, aparecen los cadáveres de batallas de meses atrás y junto con ellos, el cuerpo del doctor, nos enfrentamos al enigma del daño hecho a Szabo, del estupor de Halliday frente al regreso del insomnio y de la noche que se profundiza hacia el oriente, mientras el desierto del oeste inicia el prolongado camino hacia la aurora. El misterio del por qué andamos en la banda o en la ciudad donde los claros y oscuros nacen sólo aceleran nuestro corazón y el cerebro puja porque no encuentra esa hebra que le habían prometido aseguraba su autodeterminación, oh, Madigan, el encierro es triste y las lamias han sido enviadas al reposo. Escaparán…
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