Alejandro García
…aún recuerdo, oh, Madigan, las tragicomedias cuando llegaban los escuadrones de vacunadoras a los salones de clases. Había llantos, gemidos desgarradores, desmayados, tirados por el piso, convulsionados y babeantes. Fue mi primera actuación en un escenario que Campbell ha descrito como de situación extrema en que se muestran los vaivenes de liderazgo, la resistencia a lo adverso y las idas y altas del temperamento. Había por lo general una niña tímida que daba la muestra, se quitaba el suéter o doblaba las mangas de su blusa y con el pecho henchido iniciaba la fila. El grupo de burlescos (que no de canallas dueños del grupo, a menudo con uno que otro con la cola entre las patas), al que siempre pertenecí, doblaba su miedo y asumía la risa y la línea del sacrificio. Es decir, aunque la niña había abierto el ostión, le dábamos el crédito a la risa plena por los que correteaban como pollos descabezados con las enfermeras detrás y las agujitas que parecían ampolletas de Satanás. Con las gotitas y cucharadas la cosa mejoró, mas nunca faltó el aderezo del oprimido que sacaba allí sus lebreles a pasear. Algunos no iban al día siguiente. Se rumoraba que habían tenido calentura, que los acosaban los dolores. Yo debo consignar que después de la vacuna contra la tuberculosis mi parte alta del brazo tomó diversas tonalidades que me tuvieron entumido, no fuera que me tornara un ser tornasolado o que las fiebres vinieran por mí. Tardó en cicatrizar ese encanto y tomaba venganza con cualquier tallón, ahora pienso que era pus y sangre. Me escapé, sin duda, aunque es difícil saber lo que aquella pandilla de anticuerpos hizo con mi organismo. José Alfredo Jiménez tiene una de esas frases con que pega a la nada y lo tornan un autor profundo, tal vez a su pesar: “yo pa’arriba volteo muy poco, tú pa’abajo no sabes mirar”. Ni te veo ni me ves: la nada. Aunque en realidad lo que deja es que vivo al día y de frente: ni lo macro, ni lo micro. Ni voy de conquista, ni me dejo bichear, no de desnudo, de tornarme bicho. Desde el momento histórico la colonización fue el ir desde arriba. No desde la cultura como la entendemos, desde el poder del fuego y de las armas de metal. El choque produjo una división que no existía entre poderosos y sometidos, entre arriba y abajo. Había que salvar a esos seres inferiores, había que obtener lo que ellos no consideraban adecuadamente, el botín áureo y argentífero. Después surgirían maravillosos productos, todo a su tiempo y recularían los poderosos a que el beneficio se obtuviera sin exhibir la fuerza y sin estar fuera de casa. Tampoco había que soportar levantamientos y rituales incomprensibles. Al chocar las civilizaciones también chocaron los micro elementos y se combinaron. Graham Greene tiene un relato, “Una oportunidad”, donde el personaje principal, el señor Lever, se interna en la selva de Liberia en busca de un compatriota, la idea es que se comprometa a usar una excavadora. No son los tiempos de Conrad y su internamiento en El Congo, se trata más bien ya de empresas multinacionales que explotan los diversos territorios que fueron de las potencias, en este caso en África. Lever busca al señor Davidson, debe encontrarlo, porque está seguro de que la máquina que propone no será utilizada por otras empresas, así que debe obtener la firma de este solitario buscador de riqueza que será un simple enclave, porque una vez utilizada la maquinaria podrá expandirse y garantizar una bonanza que a todos los involucrados alcanzará. La aportación de Lever es el viaje y amarrar el trato. Avanza con lentitud con grupos de nativos que se resisten a acompañarlo y le dan respuestas vagas y preocupantes. Lever se juega su futuro en el viaje. Escribe a su mujer, le promete que volverá pronto y viajarán de vacaciones. Es un poco parecido al Scobie de “El revés de la trama”, sólo que en este caso es urgido a la acción, al encuentro. En el camino topa con dos rectángulos cavados en la tierra, huella de su objetivo. En el segundo puede ver a un negro que se pudre. Por fortuna no lo ven sus acompañantes. Y al fin llegan. Es un punto perdido entre la ubérrima naturaleza. Sólo hay un rectángulo en tierra y una casa de campaña. Adentro, el señor Davidson arde en fiebre, cubierto casi en su totalidad por el vómito negro. Aún en su agonía, regurgita un hilillo oscuro que aumenta su aspecto fúnebre. Lever lo acompaña, urde la manera de escribir la carta compromiso sobre el uso de la excavadora. El hombre muere y encuentra su final en el hueco que lo espera. Un mosquito pica a Lever, había sido visitante asiduo de los despojos de Davidson. Por la sangre del hombre que regresa a su casa circula el preámbulo de la fiebre. Es difícil pensar que los sesos de ardilla o de cierto venado provoquen en el humano el mal de las vacas locas. Es complicado imaginar al mosco que inocula un gusanillo en el ojo. Tal vez le resulte al lector vago más común un agua mala que hay que botar con remedio de un lugareño experto. Es todavía más difícil que uno entienda que una gotita de saliva o el contacto del dedo con una pieza de metal o de cartón o piel, traiga a la mucosa respiratoria una micro bolita, que como dijera el merolico no es persona, ni animal, ni cosa, y que entra a su garganta desafía a los defensores, se rinde o se crece al castigo. Claro, si esto último sucede se pone que es un contento y se replica y humilla y avanza, y es partidaria de viajar, envalentonada, a la parte baja de los pulmones, donde se la rifa con alveolos y capilares y destruye el intercambio de oxígeno, colapsa, manda coágulos, dificulta la respiración y tan tan, mujer-hombre altive que pa’abajo no sabes mirar…
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