Alejandro García
…escucho el movimiento de las vísceras de esta soledad de soledades. Recuerdo alguna voz anónima que narraba cómo la muerte iba avanzando puerta a puerta y sólo se podían ver las cruces del otro lado de la calleja, que señalaban la erradicación de la vida. Si acaso se sospechaba del carromato con los muertos a amontonarse en tumbas colectivas. O allí quedaba la casa como sepulcro hasta que la Resistencia retornara. El viento zacatecano impera, no trae rescoldos de festejos ni la tos de vehículos de calles ordenadoras. Las cifras crecen, pero no hay ni cruces testimonios para los que a osos parecemos. Viene a mi memoria François Villon. Él supo de la miseria y la bribonería ajena y propia, supo de cuchilladas y crímenes, supo de caricias y golpes. También supo de universidades y latines. Y claro, supo de las agresiones de la peste. Alguna vez versó que los lobos entraban a París y daban cuenta de algunos parroquianos. Oh, Madigan, Villon es el padre de la poesía maldita, negador de los buenos ciudadanos, temprano artista del puñal, de la sátira y la crítica. En el camino a la civilización, en el paso de lo crudo a lo cocido, del asadito a la alta cocina, también se dio el salto del anonimato a la autoría. Porque maldita había una parte de la cosa desde siempre. Los goliardos vagabundeaban por los caminos, incendiaban las tabernas, incordiaban al señor Papa y a los practicantes de la simonía. Les interesaba más el acto y el placer al alcance de la mano que la trascendencia. Claro, la caballería es lo cocido del cadáver de las personas de la historia. Es la construcción que se vende al futuro. Habrá que señalar que Arturo y sus caballeros redondos estaban más cerca de Robin Hood que de la divinización o, peor, de la moralidad llevada a las nuevas generaciones. Los alemanes recompusieron el pasado y lo acicalaron de la mejor manera. Se lo jugaron en dos guerras mundiales. El furor romántico trajo a la historia esos claroscuros medievales, propició el tenerlos, el conservarlos, el darles un lugar desde donde se pudieran poner a discusión, en tela de juicio, en crisis. Quizás haya un parecido entre esa Baja Edad Media en Francia y los años de fin del siglo XVIII e inicios del XIX, esos sectores de jóvenes pobres que llegaron a la ciudad y comenzaron a pelear por un espacio. El triunfo a la vista fue la incorporación a la literatura, en el caso que trato, en la corte absolutista o en los salones burgueses, los persistentes en el delito o en el crimen constan más en los sumarios judiciales. Si la historia de Coppola es cierta, el avance de la humanidad se mide por su capacidad de dar el salto, otra vez, de la delincuencia a la legalidad. Sólo que la legalidad no reconoce esa metamorfosis y ese cambio de reglas y más bien los niega, les aplica con furia duros castigos. Villon es un joven que se incorpora, se dice que más como mero espectador, a las protestas estudiantiles del siglo XV. Es una lucha por la supervivencia y una de sus armas es la burla y la irreverencia. También se relaciona con personas que viven del robo, del juego, del asesinato. Es más difícil explicar a Rabelais que a Montaigne o a Labé, y más comprometido, además, tratar a Villon que a Rabelais. ¿Cómo es posible que se logre una voz tan original e individual en tiempos en que el anonimato y lo colectivo parecen ser regla absoluta? ¿Cómo es posible que en un medio maldito se produzca una voz sensible, propia, capaz de llevar el idioma a los lugares esenciales del hombre? Cuando uno lee, o rememora, “La balada de loa ahorcados” (“Jamás un instante permanecemos quietos/ De acá para allá, según varía el viento,/ De continuo a su antojo nos sacuee,/ más picoteados de aves que un dedal…”) no queda sino sentir que el aire zacatecano ha sido tomado por fuerzas insondables que permiten al lector oír el rechinido de las sogas al mecerse sobre los travesaños y al soportar esos badajos que serán picoteados por las aves carroñeras. Y qué decir de los diversos personajes aludidos en sus obras mayores, recuento terrestre que habría hecho Dante en el Infierno, igualados en la muerte y sometidos a los límites de la actuación humana. Schwob y Stevenson nos hablan de Villon, en la segunda parte del siglo XIX. El primero nos da un vistazo biográfico, iluminador, preocupado por el medio que lo hace posible. El segundo lo mete a un relato: “Un sitio donde pasar la noche”. Los dos hablan más del medio que del mérito literario, aunque el reconocimiento de éste los lleve a la escritura. Stevenson ni siquiera da santo y seña del poeta. Sólo nos da su nombre y nos cuenta que en una noche de noviembre de 1456 Villon convive en una casucha junto al cementerio con un grupo de cuatro delincuentes. Dos de ellos practican un juego de azar, otro aviva el fuego, el cuarto acompaña al poeta que escribe lo que será la “Balada del pescado asado”. El que está frente a la hoguera es un monje y no tiene buen ánimo con el escritor; los dos jugadores compiten, además de por dinero, uno por culminar un buen día en que ha dado un golpe y el otro por sacarse el mal humor. El primero lleva la delantera. El restante está pendiente de la selección de las palabras de acuerdo a las reglas del poema. Villon usa la pluma. El perdedor no se resigna y encaja un cuchillo en el corazón del otro. Se reparten en cuatro tantos la fortuna del muerto. Villon ríe y se acerca al cadáver aún sentado en su silla. El fraile aprovecha para hurtar la parte recién obtenida por Villon. Ahora son tres las fracciones. Salen y Villon se da cuenta que no tiene a dónde ir. Ha dejado de nevar pero hace un frío terrible. Una patrulla de reconocimiento lo obliga a esconderse en un edificio abandonado. Tropieza con un cadáver de mujer. Busca sus bienes. Sólo encuentra dos blancas escondidas en las ligas de las medias. Las tira despectivo. Busca su bolsa y se da cuenta que la ha perdido. Regresa a la casa del cementerio, pero el temor le impide avanzar hasta el lugar donde reposa el muerto. No sospecha que ha sido despojado por sus amigos. Regresa ante la muerta. Las blancas ahora le son muy necesarias. Sólo encuentra una. Piensa en ir a la casa de su protector y así lo hace. Lo recibe con insultos y recriminaciones. Cierto de que sus versos le han alimentado encono de sus amigos, intenta con uno de ellos. La respuesta es una cubetada de agua. No le queda más que la fuerza, la imposición, pero la casa a la que llega se le abre con cortesía y generosidad. Se trata de un anciano que le ofrece carne y vino. A la vista se encuentran siete platos de oro. El resto de la noche es la conversación sobre la vida de Villon y el intento del hombre por redimirlo. Villon escucha, una decisión como esa es difícil en el entorno que él vive. Por otro lado, la vida es tan limitada que permite tener al alcance de su mano al hombre que le pide cambie, con la posibilidad de lastimarlo o herirlo con su arma. El poeta se mantiene en calma. La madrugada los sorprende y Villon sale y el hombre queda sin daño en su casa. Años después, después de múltiples pendencias, Villon sale de la historia, desaparece. No sucede lo mismo con sus poemas, van y vienen, llegan a manos curiosas, a intelectos abiertos, a lectores que entienden el entuerto de la vida. Villon lo escribe de otro modo: “I./ El año cuatrocientos cincuenta y seis,/ Yo, François Villon, estudiante/ Considerando, sentada la cabeza,/ El freno en la boca, lleno de fuerzas,/ Que debe uno someter sus obras a juicio/ Como recomienda Vegecio,/ Sabio romano, prudente consejero,/ O, de otro modo, se engaña uno// II. En el tiempo antes mencionado,/ Por Navidad, la estación muerta,/ Cuando los lobos viven de aire/ Y uno se encierra en casa,/Por mor de la escarcha, junto al fuego,/ Me asaltó el deseo de romper/ el muy amoroso cautiverio/ Que solía destrozarme el corazón.///…
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