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CRÓNICA

Casero incidental

Por OCTAVIO GUERRERO

“Hay que tener otras formas de ingreso, no te quedes con una sola, ya sabes que está de la chingada”, me dijo mi tío por WhatsApp, invitándome a ser el casero –o anfitrión, según Airbnb– de un departamento en una de las avenidas más importantes de la ciudad.

Los encuentros con la gente suelen ser rápidos, a lo mucho demoro cinco minutos enseñando cómo se prende el calentador de agua y señalando dónde está la clave del internet. Si bien nunca he tenido un problema con los huéspedes, que suelen ser bastante amables, sí he escuchado historias que me dejan pensando hasta qué punto son reales. La ficción empieza desde las consultas: “Hola, esta noche vienen tres amigas de fuera y quisiéramos hacer una pequeña reunión en tu departamento”. “Disculpe, debido a la contingencia sanitaria –y a las instrucciones de mi tío de no recibir a nadie de la ciudad (eso no lo escribo en el mensaje)– no me es posible rentar si la reserva no viene de fuera”. Todo parece ser contradictorio, desde la reunión con las amigas que “vienen de fuera”, hasta mi excusa para mantener un control sanitario –que es más difícil si las personas viajan, como suele suceder en la aplicación. La mayoría lo hacen por trabajo y solo miran por encima el departamento diciéndote que todo está bien, que la verdad solo lo utilizarán para dormir.

En una ocasión, reservó una señora mayor que venía de Texas con su hijo. No fue necesaria la interacción en persona para saber a qué se dedicaban: vivían en un pequeño pueblo y juntos trabajaban una granja de pollos, lo habían aclarado desde el chat. La conversación transcurrió en inglés, y en el departamento fue lo mismo. Se sorprendieron de mi acento y me preguntaron dónde había aprendido a hablar así. Me limité a decirles que en la escuela. Cuando se sintieron más en confianza me contaron que en la frontera de

Tamaulipas se hospedaron en el hotel de un pueblo cuyo nombre no pudieron recordar. Al día siguiente, cuando hicieron el check out, el gerente les dijo que lo mejor sería llamar a la policía para que los escoltara a la salida del pueblo. Así fue. “No me los vayan a confundir”, repetía el hijo en español, imitando las palabras del gerente. No supe qué decir, me limité a escuchar su historia, que era igual a la de miles que atraviesan por las carreteras de este país. Les recomendé un restaurante en el centro de la ciudad y me fui diciéndoles que no se preocuparan, que cualquier cosa me enviaran un mensaje por medio de la aplicación.

Dos días después fui a recoger las llaves. La madre y el hijo subían las maletas de prisa a la cajuela de su Tacoma modelo reciente con placas de Texas. Intentaron darme una propina de cincuenta pesos que me negué a aceptar, pero que uno de ellos, probablemente la madre, dejó estratégicamente y sin que me diera cuenta en la sala-comedor. Se fueron diciendo que tenían prisa: arreglarían unos asuntos e intentarían salir de la ciudad antes de que oscureciese.

Hace poco recibí otra reserva de siete noches que me suponía un problema, ya que sería el mismo día que otros clientes desocuparían: había que revisar el estado en que se encontraba el departamento. Acepté la reservación y me di prisa. Barrí, trapeé, y fregué los baños con la velocidad de un empleado de hotel en temporada alta. Cuando hube terminado me sumergí en una novela de Gonzalo Torrente Ballester y me senté a esperar. Pasó la hora acordada y no recibí ningún mensaje. Volví a la novela y no entendí nada, por distracción o por la tardanza de las personas que llegarían a alquilar. En eso recibí un mensaje: “Estamos afuera”. Salí del departamento mentando madres por la impuntualidad de la gente, luego me calmé pensando que el camino es incierto y el tiempo más. Cada trabajo, por irónico que parezca, te vuelve empático en cierto sentido. El encuentro fue breve como casi todos. La familia saludó desde un Altima color negro, les abrí el portón y después les indiqué el cajón de estacionamiento para el auto. Bajó una señora con el que parecía ser su hijo. Una niña pequeña se quedó en el asiento trasero con el cinturón de seguridad todavía puesto, pegó la mano al vidrio y la señora cerró el auto con llave. Monótonamente les mostré cómo encender el calentador y la clave del internet, dijeron que el lugar era muy espacioso y que les gustaba bastante. El hijo no paró de recorrer el departamento tocando la riñonera que llevaba puesta. “No se preocupe, nosotros no fumamos ni tomamos”, me dijo la señora. Les dije que estaba bien, y por hacerles algo de plática, comenté que la aplicación está teniendo una tendencia a ser utilizada como motel o salón de fiestas. Ambos pusieron cara de cansados y dijeron que bajarían el equipaje, la señora me agradeció por la clave del internet diciendo que sería muy útil porque su hija tendría que conectarse a clases toda la semana. Me despedí no sin antes decirles que cualquier cosa estaría a sus órdenes por medio de la aplicación. Al salir del edificio vi a la niña pegando ahora las dos manos en el vidrio del Altima, como queriendo decir algo con las marcas de sus huellas.

Pasa una semana y es hora de ir a recoger las llaves. Recibo un mensaje: “¿Podríamos entregarle el departamento a las 12:30? Lo que pasa es que estamos empacando y dejando el lugar limpio”. “Sin problema”, presiono enviar y regreso a mi lectura: Fragmentos del apocalipsis, la misma novela que intenté leer la semana pasada en el departamento mientras esperaba. Hasta el momento no he avanzado ni una sola cuartilla. Al llegar al departamento me encuentro a la madre, ahora con otra mujer subiendo un montón de equipaje tanto en el asiento trasero como en la cajuela. Ya en el departamento la mujer me da un breve recorrido para mostrarme que todo está limpio. Inclusive, me dice, lavamos toallas, sábanas y cobijas. Gracias, le digo, no hacía falta. La mujer le dice a un par de niñas, que están viendo la televisión, que ya es hora de irse. Me extraño al ver que el hijo no está y ahora hay dos niñas pequeñas en lugar de una, sumando la mujer de abajo, que se quedó subiendo el equipaje al auto como si fuera una partida de Tetris. Cuando bajamos las escaleras la pregunto a la mujer: “¿Entonces ustedes son de Puebla?”. “En realidad no, me contesta, somos de varios lugares y vamos de ciudad en ciudad gracias al trabajo”. “¿Qué trabajo?”, le pregunto. “El casino, trabajamos para esa industria”, sentencia sin ganas de hablar, subiendo su bolsa al auto y apurando a las niñas con un grito. Al entregarme las llaves veo su rostro más de cerca: su nariz parece de fantasía al igual que sus pómulos, y por alguna razón, se ve amoratada, puede que sean las operaciones. Salen del estacionamiento muy rápido y una de las niñas se despide pegando las manos al vidrio. Al dar la vuelta para salir del edificio la puerta trasera golpea contra el portón. No se detienen a mirar, así que cierro el portón automático y vuelvo al departamento. En un par de horas estarán llegando otros clientes y el lugar debe estar totalmente limpio. Aprovechando el favor que me hicieron con la limpieza, me desparramo en la sala e intento leer inútilmente por enésima vez. Coloco la novela en la mesa y para mi asombro encuentro un montón de ceniza esparcida alrededor. Recuerdo las palabras de la mujer: “No tomamos ni fumamos, así que no se preocupe”. ¿Qué necesidad tienen de mentir los clientes, mejor dicho, la gente? Si bien no he encontrado ningún hilo en la novela de Ballester, he comprendido algo: la necesidad de crear puede resultar absurda, incluso en la literatura, donde se levantan edificios por medio de la palabra y se destruyen civilizaciones enteras. Me pongo a caminar entre las habitaciones formulando posibilidades, intentando descubrir algo, haciéndome varias preguntas: ¿A dónde fue el hijo y qué tenía dentro de la riñonera? ¿De dónde salió la otra niña pequeña y la mujer que guardaba el equipaje? Abro uno de los cajones en la habitación principal y encuentro una caja vacía de condones. Le doy la vuelta y descubro una guía de envío con dirección al departamento. Voy a la aplicación y corroboro: están a nombre de la clienta. Sigo caminando. La ceniza, la caja, el hijo, la mujer del equipaje, las manos de la niña y la salida tan brusca del estacionamiento… Pienso en el video de la canción “Turn the page”, de Metallica, donde una niña acompaña a su madre en el auto, la cual va prostituyéndose a lo largo de Estados Unidos. En la última escena aparece en los juzgados diciendo que lo hizo por el dinero, por su hija. Basta de las invenciones. ¿Quién soy yo para juzgar cuando trabajo para una aplicación que gentrifica ciudades y arruina la economía poco a poco? Además, no soy un detective, solo soy el que entrega las llaves, el casero, el anfitrión. Transcurren un par de horas en lo que llegan los nuevos clientes. El departamento rechina de limpio, la novela de Ballester sigue intacta y todo ha terminado de secarse. Sin ganas de preguntarles qué los trae a la ciudad, me limito a enseñarles cómo prender el calentador y dónde está la contraseña de internet. Me despido diciendo que cualquier cosa estoy a sus órdenes en el chat de la aplicación.

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