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Cuento

El Barquero

Astrid Back

25 de octubre

“El Barquero no mide más de 1.65 m. Tiene un bigote prolífico que parece una brocha vieja, y las entradas en su cabeza, perladas de sudor, reflejan la luz del sol. Sus dientes delanteros asemejan los de un roedor; sus ojos, los de un mapache, con grandes ojeras oscuras. Y su mirada… es perturbadora”. –Escribió Roy en su diario personal.

«Con pesar, la familia Jiménez Díaz le informa que ha fallecido el señor Eladio Jiménez. El velorio se llevará a cabo en Funerales La Paz. La misa de cuerpo presente será mañana, 25 de noviembre, a las 13 horas en la parroquia de la Inmaculada Concepción. De ahí partirá el cortejo hacia el Panteón Municipal. Descanse en paz el señor Eladio Jiménez».

Apenas anoche llegué al pueblo para ver a mi familia, y hoy amanecimos con la noticia de que don Eladio, el dueño de la forrajera más antigua de aquí, se peló pal’ otro mundo. Don Álvaro, a quien conocemos aquí como el Barquero, lo anunció muy temprano desde esa vieja bocina suya a la que apenas y se le entiende. La calle, a las 7 de la mañana en domingo, es solitaria; y justo así acabó don Ela.

El discurso pregrabado del Barquero hace eco por las calles empedradas del pueblo, como si incluso las frías paredes de las casitas se entregaran al luto. Ese audio repite una y otra vez la información del velorio para que nos unamos a la pena que también debería embargar a la familia de don Ela, si no lo hubieran dejado aquí hace unas semanas.

Cada vez escucho más lejos la bocina y el traqueteo de la camioneta destartalada provocado por los empedrados; y por donde quiera que pasa el Barquero ladran los perros, y la gente hace la señal de la cruz al ver pasar su camioneta, como si ahí trajera cargando al muertito.

Escuché a mis viejos hablar del tema en la cocina recordando a don Ela, y como somos un pueblo tan chico, todos nos conocemos: si hay boda, lo sabemos; si hay bautizos, también; que una pachanga nomás porque sí, ahí vamos los colados. Por eso cuando alguien de fuera llega, uno se da cuenta nomás al verlo. Nuestras costumbres son diferentes a las de la ciudad. Cuando me fui pa’la capital me sorprendió lo fastidiosas que son algunas personas allá, nada que ver con los de mi pueblito; y precisamente hablando de los foráneos, hace unos 20 años llegó aquí un tipo llamado Roy, decía que venía del norte, pero nunca supimos exactamente de dónde, porque cada que alguien le preguntaba mencionaba un lugar distinto. Roy era medio güero, y mi mamá decía: “Éste tiene sangre gabacha”.

Por aquel entonces, coincidió la llegada del “Güero”, como le decíamos aquí, con la muerte de doña Carmelita, una viejecita curandera de 90 años que, la mera verdad ya la rondaba la Pelona. Aquí en la región se hizo famosa por su oficio de brujería, su tino pa’ayudar con los males de ojo y los de amores. Después del velorio, los vecinos la llevaron sobre una tabla en procesión, derechito pal’panteón y por las calles se le dio el último adiós como aquí es la costumbre. La caravana en procesión exhibió ante todos la palidez de la piel arrugada de doña Carmelita, que parecía despedirse del pueblo. Mi mamá dice que el Güero quedó como estatua viendo la marcha, y al reaccionar de inmediato sacó una cámara que cargaba en su mochila para tomar fotos de la peregrinación. En un momento se aproximó a mi mamá y le preguntó qué sucedía:

–¿No ve que la llevan muerta pal’ panteón? –dijo mi mamá.

–Pero, ¿por qué así?, sin ataúd, exhibiéndola –respondió el Güero.

–Es la costumbre aquí, joven –finalizó mi mamá alejándose de aquel curioso foráneo.

22 de octubre

«Un hombre, que no vi de dónde salió y caminaba detrás de mí, escuchó mi curiosidad por aquel sepelio. Cuando me alcanzó, enseguida palmeó mi espalda y me dijo:

“Ven, Güero, yo te digo qué pasa. Aquí la costumbre es llevar a los difuntos en una tabla, descubiertos, porque hace muchos años la gente de la comunidad era más pobre y no tenía para un ataúd. Había señores que trabajaban la madera y los construían, pero eran caros. Por eso, la gente prefería llevar a sus muertitos en tablas y, a veces, por pudor los envolvían en sábanas. Aunque ahora sí que ya es mera costumbre; por esa razón, Carmelita que ya tenía muchos años, prefirió que la llevaran como es la tradición”.

»Le expliqué que nunca en mi vida había visto algo parecido, pues en la ciudad, como en la mayoría de lugares, la usanza dicta que se vele a los muertos en ataúd y se los lleven en carroza al panteón.

»Le pregunté al hombre cómo se llamaba, y me respondió: Álvaro Carreto. Allí me comentó que tiene un oficio extraño y curioso a la vez. “Yo me encargo de dar los anuncios de las muertes”. Le respondí que mi nombre es Roy y que vine a tomar fotografías del lugar para un fotoreportaje de pueblitos en México.

»Parecía emocionado, y me comentó que aquí encontraría, literalmente “chulada de lugares”, y sugirió que empezara por el panteón ya que íbamos para allá.

»Ese hombre ojeroso me provocó mucha curiosidad y no pude evitar preguntarle más sobre su trabajo. Porque tal cosa ha dicho: se encarga de dar los anuncios de las muertes.

–¿Cómo es eso? –le pregunté.

–Con mi camioneta, traigo una bocina y paso por todas las calles del pueblo, anuncio a todo volumen quien ya se peló. Ahí les digo de las misas y en dónde se velarán los cuerpos –me respondió.

»Cuestioné si era su único trabajo y me dijo que sí; que los habitantes del pueblo le dan algunas monedas para ayudarle en el mantenimiento de su camioneta y poder comprar material para las grabaciones de los anuncios.

–¡Ah cabrón! ¿Así que, si no hay muertito, no hay chamba? -le dije en tono de broma para simpatizar más con él, pues nos estábamos conociendo.

–Algo así, Güero, por eso la gente me da una que otra moneda pa’echarme la mano.

–Mira, ¡qué bien! Pagan para no hagas casi nada –le dije sarcástico.

»Aquella plática incomodó a don Álvaro, a quien se le borró la sonrisa, y cuando llegamos a la entrada del panteón cada uno decidió irse por su lado.

–Aquí te dejo, Güero, que Dios te acompañe –me dijo don Álvaro, muy frío, sin mirarme a la cara, y una vez en el panteón se perdió entre la polvareda provocada por el cortejo».

23 de octubre

«Me sentía fascinado por la primera historia que podría documentar, pues ya tenía algunas fotos del cuerpo de Carmelita sobre la madera astillada e imágenes de personas desconocidas para mí, quienes lloraban por aquella viejecilla, y algunas fotos de ese panteón lleno de tumbas antiguas, en cuya entrada, la mayoría eran

de angelitos. Recordé la última vez que pisé un panteón en Monterrey para mi reportaje sobre el Día de Muertos en el que coleccioné aquellas historias abrumadoras, algunas de mujeres viudas que se quedaron completamente solas, hijos jóvenes que perdieron a sus padres, y aquellos papás que seguían llorando la pérdida de sus niños.

»Una mañana, me comentó mi papá que se encontró a Roy en casa del talabartero don Luis, y que el Güero le pidió permiso para tomar algunas fotos de su trabajo, quien accedió, pero le pidió que no lo hiciera de sus nuevos diseños porque no estaban terminados. Mientras fotografiaba el exquisito trabajo de cuero como sombreros, cinturones, bolsas y hasta zapatos, entró por la puerta don Álvaro, saludando alegre como todas las semanas. Mi papá y don Luis le respondieron el saludo normal, pero Roy acentúo su énfasis: “¡Álvaro! Qué gusto volver a verte”. Este último cambió su expresión de alegría al desagrado, y contestó: “¿Quiubo Güero?”.

»Don Luis sacó unas cuantas monedas y se las dio a don Álvar; éste lo agradeció y antes de despedirse para continuar su recorrido, mi papá le dijo que lo buscara por la tarde en nuestra casa. El Güero salió detrás del Barquero. Así, gente del pueblo los vio alejarse por las callecitas, y luego a don Álvaro entrar en la tienda de doña Perita, en la juguería de Mati, en la cantina de don Polo; en cada lugar que visitaba, extendían la mano para darle algunas monedas; mientras, el Güero iba despacio, decían: haciéndose menso, quesque para tomar fotos. Pero, que clarito se notaba iba siguiendo a El Barquero».

25 de octubre

«Sinceramente, me resulta muy extraño por qué la gente le da dinero a don Álvaro sin que él les brinde, realmente, un servicio como tal. No solo los comerciantes lo hacen; lo vi entrar en las casas, y un señor en la talabartería le pidió que se vieran por la tarde, lo más seguro para lo de las monedas.

»Y es que don Álvaro me recuerda al mito griego del barquero del Hades, aunque el primero me resulta más siniestro, con su mirada y su sonrisa que incomodan.

»Desde el primer momento, mientras recogía su cuota de monedas, don Álvaro supo que yo lo seguía, pero nunca volteó a verme, caminó sin premura como si esperara que fuera tras él hasta el final de su camino. No tardamos en recorrer la mayor parte del pueblito, y finalmente llegamos a una casucha, que por lo que supe más tarde, es de las primeras que existieron aquí. El Barquero se detuvo frente al cerco viejo, quitó una pesada cadena oxidada que cerraba ambas puertas de metal, sacó una llave para abrir el gran candado que cuidaba de aquella casa y dijo sin voltear a mirarme:

–¿Recuerdas, Güero, aquel día en el panteón? Te dije que Dios te acompañara.

–Sí… sí recuerdo –respondí nervioso.

–A veces, hay que encomendarse a él para no andar haciendo cosas tontas. Te invito a pasar a mi casa para mostrarte que me gano estas monedas honradamente –dijo, enseñándome las monedas que había reunido por la mañana.

–No, es que yo… Mire, no quiero molestarlo don Álvaro.

–¡Nah! ¡Qué molestia vas a ser!, si vivo solo y quiero enseñarte lo que guardo de la gente que se ha muerto en este pueblo y sus alrededores.

»De pronto, un escalofrío indescriptible me recorrió todo el cuerpo. Abrió la reja, y comencé a caminar hacia atrás. Me miró y no pude hacer más que permanecer inmóvil por unos segundos. Le agradecí su amabilidad y le inventé que por el momento debía irme, que con gusto regresaría mañana para platicar.

–Güero, estás haciendo un reportaje; si quieres saber más de mi trabajo, aquí tengo audios y mi espacio donde grabo todo lo que transmito. Mira, aquí tengo mi camioneta –dijo don Álvaro señalando su Ford 79.

–¡Ah ya! –dije con alivio.

Le prometí regresar más tarde porque necesitaba mi grabadora de audio y rollos para la cámara.

–Te espero a las 6 –me dijo.

»Mi papá también me comentó del rumor que corrió en el pueblo acerca de un audio que encontraron entre las cosas del Güero. Era su diario-cassette. Dicen que lo cargaba pa’todos lados porque hablaba con la gente, les preguntaba de sus vidas y sus trabajos, y el que más llamó la atención de la comunidad fue precisamente el último que grabó».

25 de octubre de 2002

«Estamos en la casa de don Álvaro Carreto, él es habitante del pueblo que actualmente documento. Nos platicará sobre su vida y el oficio muy peculiar que ejerce. Cuéntenos sobre usted don Álvaro:

–Ya lo dijiste; me llamo Álvaro y tengo años viviendo en el pueblo. Me dedico a dar los anuncios de las muertes de las personas de aquí, paso por las calles en mi camioneta y en una bocina que adapté a la troca pongo el discurso pa’que la gente se informe y vaya al funeral.

–Pensé que usted era de aquí. ¿De dónde es, entonces?

–De por aquí cercas…

–Oiga, y cuando no hay muertes en el pueblo, ¿qué hace?, ¿a qué más se dedica?

–Nada más.

–¿Cómo está eso? ¿De qué vive, cómo se mantiene?

–La gente me ayuda.

–¿Le da dinero?

–Sí.

–¿Por qué?

–Porque no se quieren morir…

–¿Eso qué tiene que ver con usted?

–Creencias… Cuando llegué al pueblo, la primera que me conoció fue Carmelita, la bruja. Me vio y me gritó: «¿A qué vienes?». Le respondí que a trabajar. Pero ella no me quería aquí, decía que ya había previsto que yo llegaría y que también soy como el ave de mal agüero.

–¿Ella cómo supo que usted llegaría?

–Pues… era bruja, ¿no?

–¿Y usted qué hizo cuando Carmelita le dijo todo eso?

–Que yo nomás quería chambear, ya venía yo de otro lugar. Que debía cumplir mi trabajo, pues.

–¿Qué trabajo era ese que debía cumplir?

–Anunciar las muertes, alguien tiene que hacerlo.

–Oiga, pero yo nunca escuché de eso hasta que llegué aquí. ¿Por qué alguien tendría que anunciar las muertes?

–A mí me gusta este trabajo, y me dije «¿por qué no hacerlo?».

–¿Y por qué le dan monedas?

–¡Eh! Meras creencias.

–Álvaro, ¿sabes?, me recuerdas a un personaje mitológico de Grecia: el Barquero.

–¿Ese quién es? ¿Por qué o qué? –respondió con fingida sorpresa.

–A ti las personas del pueblo te dan monedas para ayudarte, y es curioso que cuando la gente fallece, eres tú quien anuncia que ya no están aquí. En la mitología, este barquero conducía las almas de los muertos a su destino. Pero debían pagarle unas monedas para que los llevara, por eso enterraban a los difuntos con una moneda debajo de la lengua, e incluso se las colocaban sobre los ojos, para pagarle al barquero de almas.

–Güero… La muerte… siempre llega a tiempo. Nunca antes y nunca después, justo cuando tiene que. Yo estaré sin chamba mientras no se muera nadie. Pero eventualmente habrá alguien por quien venga la Flaca. Nada es casualidad en la vida, todo tiene un porqué. Y tú bien sabes… que no llegaste aquí por mera casualidad ni buscando hacer reportajes. A ti te buscan en el norte porque hiciste algo feo, muy malo. Te andas escondiendo y viniste a dar aquí porque el pueblo está alejado de todo y casi nadie lo conoce.

–¿Quién, quién… quién es? ¿Por qué sabe eso? Álvaro… no se acerque… ¡deje de mirarme así!

–A veces Dios se olvida de la gente… especialmente de los que no se arrepienten de su inmundicia».

Allí, dicen, terminó el audio de lo que pasó en casa de don Álvaro; pero, luego de escuchar ruido o neblina auditiva durante un buen rato, surgió lo que en realidad parece ser la última grabación en la que se escucha al Güero llorar desesperado, como si confesara algo:

«Encontré al Barquero y se quiere llevar mi alma… Sabe lo que hice, seguro le hablaron del norte, por eso me mandaron aquí. ¡Él sabía que yo llegaría! Hubo algo que me condujo de inmediato hacia él y cometí la estupidez de cuestionarlo. Me pidió unas monedas antes de comenzar a grabar en su casa y me negué. Le dije que no le pagaría por su entrevista ¡Qué pendejo fui! ¡No me las pidió por eso!

¡Mamá! ¡No quise dejar a mis hijos sin su madre! Los malditos celos fueron más fuertes que yo. Perdí la cabeza y ya no supe de mí, eso me consumió, igual como lo está haciendo el miedo ahora. ¡No quiero morir! Por favor, pide porque mis niños me perdonen. Te quiero, aunque nunca te lo dije. Discúlpame mamá, por lo que hice y no ser el hijo que esperabas».

Al día siguiente encontraron al Güero ahogado en el río. Pero don Álvaro o el Barquero, como empezó a llamarle la gente después de escuchar sobre ese audio, no fue la última persona que vio a Roy con vida, pues por la noche algunos lo vieron desesperado y llorando, jugando con su grabadora, pasándola de una mano a otra, en la cantina de don Polo.

Dicen que el Güero estaba perturbado, que hablaba solo y alucinaba con que alguien lo seguía. Repentinamente, salió corriendo de la cantina con su mochila al hombro.

Cuenta mi padre que la leyenda del Barquero comenzó a ganar presencia después de que al Roy se lo cargara la pelona, al igual que los muchos muertitos que le siguieron. Es más, desde la muerte de la bruja, porque dicen los allegados a Carmelita que ella antes de morir se negó a pagarle las monedas de siempre a don Álvaro; la enfermedad de ella la aquejaba, ya no tenía para ayudar a ese hombre y, entonces, todo pareció tener sentido. Lo último que se sabe es que doña Carmen le dijo al Barquero: «Ayúdame tú, ¿no ves pues que ya no puedo ni pararme de esta cama? Mira que eres ingrato». Don Álvaro atinó a decirle: «Está bien pues, te voy a dejar tranquila Carmen, a partir de hoy». Esa misma noche, doña Carmelita se peló al otro mundo.

En el caso de don Ela, después de que su familia lo abandonara, el hombre se alejó de todos. Aunque nunca fue una persona de buen carácter, sino todo lo contrario (malhumorado y malencarado), en su forrajera se conseguía de todo lo que uno necesitara. Y justamente hace poco, según mi papá, días antes de que falleciera don Eladio, lo vieron discutir con el Barquero:

–¡Ora cabrón, lárgate de aquí! Te he aguantado mucho; ponte a chingarle en otro lado, quieres que todos te sigamos manteniendo. Nomás porque mi vieja te pagaba a escondidas de mí, pero ya estuvo bueno de aguantar huevones como tú, como la bola de cabrones de mis hijos y la pinche vieja de su madre –gritaba don Ela afuera de su forrajera.

–Está bien, Eladio, voy a chingarle por otro lado, como tú dices. Te voy a dejar tranquilo, ya lo verás –contestó el Barquero, subiéndose a su vieja compañera Ford.

En cuanto al Barquero, la policía lo cuestionó en su momento sobre los audios y el diario auditivo de Roy, aunque no se le acusó de nada, porque no hubo rastro definitivo alguno. El Barquero llegó al pueblo siendo joven, nadie sabe realmente de dónde vino. Solo dicen que se asentó aquí para quedarse. Esa mirada que tiene, la misma a la que hacía referencia el Güero, nadie lo acepta, pero es la que probablemente hace que la gente siga dándole las monedas hasta el día de hoy. Porque si uno se encuentra con esos peculiares ojos durante la noche, es mejor cargar con tus moneditas de rigor.

Por cierto, anoche me fui de peda, y tengo el vago recuerdo de habérmelo topado en la calle, si me pidió sus monedas no me acuerdo y si se las di, menos. Mañana cruzo pal’gabacho, y estoy rogándole a Dios que, haya sido como haya sido, espero que mi cuota con el Barquero haya sido cubierta

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