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Cuento

Full House

Por EDUARDO L. MARCELEÑO

Felipe Gayosso duerme en pantalones de mezclilla y tiene listo el par de zapatos a un lado de la cama. ¿Cómo no prevenirse ante el inminente final de la vida de un hombre que se sabe presa de su ciudad? Quiere conservar algo de honor para el momento del adiós definitivo. O que el temblor no lo encuentre encuerado si hay que salir corriendo de la casa. No hay tiempo para llevarse cosas. Total, que se pierda todo menos lo indispensable, así volvamos a nacer desnudos.

Contó diez kilómetros en la tercera carrera de los Viveros de Coyoacán. Había salido de su tienda de abarrotes, ubicada en la avenida Delfín Madrigal, hacia Romero de Terreros, enfilado a cruzar Miguel Ángel de Quevedo para desembocar en el parque.

Lleva tenis blancos, shorts, y una camiseta del más reciente maratón anual de Santo Domingo, que se celebra en diciembre y el premio es un pavo.

De regreso en la tienda, alguien le pregunta: –¿Unas y luego me pongo a mano? –. La respuesta es un “sí, seguro”.

Hace mucho calor. Es el verano más largo en la historia de la Ciudad. Felipe destapa un refresco de vidrio, le pega la boca y hace una trompa. –Como becerro, amiguito–, dice, muy orgulloso.

–Hablamos de hacer lana–, dice el Profesor, –no de carreras en los Viveros, Felipe, no vengas a presumirnos tus mamadas–. Sus barbas le llegan hasta el esternón y son entrecanas. La calva le brilla y el sudor moja su frente. Es una suerte de Darwin, o de Da Vinci en el corazón de Copilco el Alto, aunque bajito y muy delgado.

–El Profe es físico–. Felipe Gayosso se queda mirando al Profesor como quien contempla un monumento.

Adentro de la tienda hay tres cajas de refresco que sirven de bancos, y que a su vez forman el círculo de un juego de póquer. Una pared de cartones de cerveza divide el local, y al fondo se encuentra un baño inservible, está “clausurado” no por falta de agua sino por varios meses sin mantenimiento. Esto a nadie le importa porque el inodoro siempre termina lleno de meados. Después, alguien acarrea una cubeta con agua de la calle para desaguarlo.

Martínez deja en paz sus cartas por un momento, y expresa su inconformidad con la situación económica actual.

–La economía está jodida. Mira, ya hasta el Profesor tiene que venir a pedir fiado.

Felipe hace como que no le escucha, puede que algo molesto. Luego saca una caguama del refrigerador y se la entrega al Profesor.

–Ya mero, Profe, usted no se agüite, tómele. Ya mero, primero Dios–. Le dice mientras le acerca un destapador con la figura de una sirena de pechos desnudos en el extremo.

El Profesor se detiene un momento a pensar. Lo hace con toda lentitud y espectáculo posible, dándose lustre en esa pinta de artista renacentista que se carga. Soba sus barbas que, aunque grises y largas, lucen aseadas.

–Martínez, ¿has escuchado hablar de John Dillinger? – El Profesor se pone en serio, acomoda la punta de sus barbas como si se tratara de una corbata o un moño.

–Ah, claro, el mafioso.

–No, amigo. Nada de mafioso.

–Sí, era el mafioso que cruzaba alcohol en los Estados Unidos, hasta hicieron una película de él.

–No, no. John Dillinger fue el asaltabancos más famoso en los Estados Unidos, y posiblemente en todo el mundo.

–Ah, sí. Pero ese asaltabancos vivió en la época de ese mafioso que te digo, Profe. Acuérdate.

–No, no, no. Tú de quien hablas es de Al Capone, un mafioso. Pero él vivió una o dos décadas después de John.

El Profesor observa su caguama entera, aún fría, y le pega un sorbo seguido de un trago largo. Luego se mete la mano derecha al bolsillo del pantalón y comienza a rascar en el interior, como buscándose las llaves o las monedas.

–Lo que quiero decir es que, frente a esta situación, con el mundo jodiéndonos diario, siempre es mejor robarle al banco.

–¡Claro! – Dijo Martínez. –Mejor robar un banco que la cartera a un pendejo que anda como si nada en la calle, y que por mucho le quitas cien o doscientos pesos. Tiene razón, Profesor, mejor robarse un banco, pero hoy en día está cabrón, no ha de ser nada fácil.

–¿Pero por qué le llamas pendejo? ¿Qué lo hace un pendejo? A lo que tú te refieres es a su inocencia. Mejor llámale ‘inocente’. Tú no le robas a los hijos de puta, Martínez, tú le robas los a inocentes.

Dicho lo anterior, el Profesor se levanta de su caja de refrescos y camina detrás del muro de cartones de cerveza, lleva unos pantalones de pana entubados, algo roídos, un suéter tejido y unos Nike agrietados, blancos y sucios. Pasan algunos minutos, el juego se encuentra suspendido, y una conversación dispersa va y viene entre la lluvia que se avecina, el calor intenso que persiste, y los clientes que llegan y se van de la tienda de Felipe Gayosso.

De regreso al juego, el Profesor sale del muro de cartones con un aire nuevo, luce fresco. Aunque cuando llega el momento de tomar asiento, se tambalea un poco. Luego enciende un cigarro, toma su mano de cartas, y coloca la caguama en medio de sus dos piernas, sobre el piso.

Mientras todos tenemos nuestras cervezas y jugamos, Felipe Gayosso se bebe su Coca-Cola y despacha a los clientes. Se había cambiado los shorts por los pantalones de mezclilla después de ir a correr y antes de abrir la tienda, señal de que se ha tomado las cosas en serio, y entre un cliente y otro, se da su tiempo para interrumpir el juego.

–Lo que sea de cada quien, tenemos que reconocer que el Profesor ya hizo dos cuartitos arriba de su casa. Yo apenas y terminé de pagar la mía. Por cierto, el antiguo dueño ya no me contesta las llamadas. Tengo que insistirle.

Felipe Gayosso se queda un rato rascándose la cabeza. Martínez da un brinco y pela los ojos, que sobresalen de su delgado rostro.

–¿Ya no te contesta? Te la van a hacer, Felipe. Vivo, o te la van a hacer. Un día van a llegar y te van a dejar sin casa, te vas a quedar en la calle, de mí te acuerdas. Hay que ponerse vivo, Felipe, si no, te chingan. Tú nada más porque tienes suerte, pero un día de estos te puede cargar la chingada, por despistado.

Felipe Gayosso confía en que pronto el antiguo dueño pondrá las escrituras a su nombre, es lo único que le falta para que la casa sea completamente suya. Esa confianza le ha funcionado antes, ¿por qué no funcionaría ahora?

Lo que nadie sabe es que cada noche, en completa soledad y antes de irse a la cama, Felipe toma un baño caliente, se unta en crema corporal de pies a cabeza, y se pone sus buenos pantalones de mezclilla. Ese secreto tan bien guardado nadie lo conoce, ni siquiera lo supo su madre, que lleva ya cinco años de muerta y a quien cuidó hasta el último día.

Luego, todos de vuelta a lo suyo. De pronto, ya han pasado otras dos o tres partidas y el juego llega a su fin.

Es tarde y yo dispongo a retirarme. De veinte en veinte, he perdido doscientos pesos jugando a las cartas. Supongo que siempre es mejor idea robar un banco.

Le pregunto a Felipe cuánto es que le debo por las dos rondas de cerveza que pedí durante el juego. Me dice que no es nada, que todo va a cuenta del Profesor.

–Le gusta pagar. Me dijo que la cerveza de hoy iba a su cuenta. Sólo que ahorita anda en juicio contra la UNAM, y batalla con el dinero.

–¿Trabaja en la UNAM? – Pregunto, más bien con morbo.

–Le quitaron su plaza hace un año, pero con el favor de Dios, se la devuelven pronto.

–¿Por qué?

–Una alumna lo acusó de no sé qué. Luego todo se complicó, lo corrieron y le quitaron todo. Para acabarla de amolar, su mujer falleció poco después. Cáncer de estómago. Ha venido batallando el Profe.

–Déjame pagarte, aunque sea una caguama.

–Bueno, ándale, si insistes, págame. Saliste bueno para pagar. El Profesor también salió bueno, y siempre le ha gustado invitarles a todos, nada más que ahorita no trae con qué. Pero pronto, con el favor de Dios…

Felipe Gayosso no tiene certeza alguna de nada. En cambio, siempre pone su fe en los lugares más peregrinos, así llegue el día en que se quede sin casa. Entonces me pide que me quede para otra cerveza, ésta a su cuenta. Tiene ganas de platicar. Dice que odia jugar a las cartas porque siempre pierde.

Me doy la vuelta y miro al Profesor que ya se ha quedado dormido con media caguama entre las piernas y una estopa, deteriorada y humedecida, entre los dedos. Por otro lado, sus manos se conservaban limpias, pude ver lo bien recortadas que traía las uñas.

– Al Profesor le gusta acomodarse, pero luego se me queda dormido. – Me dice Felipe Gayosso.

 ¡Full House! Martínez da un golpe sobre la mesa, luego se levanta, mete el dinero ganado dentro de su mochila y, sin despedirse de nadie, sale de la tienda.

–¡Ah! Ese Martínez, siempre le gusta ganar–. Ríe Felipe Gayosso.

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