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Cuento

Jailbreak

Por EMILIA MARTÍNEZ

Jampier trabaja desde los diez años; le molesta, pero le gusta más que ir a la escuela, porque vendiendo puede andar por la calle, ver a otros niños en las plazas, algunos paseando y otros trabajando, como él. Aunque tiene que dedicarse a vender congeladas, canchitas o maní, cualquier cosa, siempre hay un momento del día en el que puede ser libre de hacer lo que quiera con su tiempo y su dinero, no como en la escuela, donde tiene que seguir instrucciones en todo momento. Siempre que llega a cierta cantidad, se compra alguna golosina, a veces un helado, a veces una porción de wantan frito o, mejor aún, se da una escapada para ir al local de don Jacinto donde alquilan Playstation y computadores donde juega Roblox. De grande quiere ser un gamer profesional.

Su padre insiste en que la escuela debe ser su prioridad, pero Jampier siente que en su casa se ponen más contentos cuando llega con dinero que cuando llega con sus notas, que son regulares. A sus 12 años lo tiene claro: aunque los adultos digan que la escuela, que la familia, que Dios, lo que verdaderamente importa es el dinero.

Aquel 14 de febrero todo transcurría con normalidad. Jampier portaba los treinta globos con helio que su mamá había inflado durante toda la mañana. Esperaba escuchando el ruido de la ciudad, tan tupido que parecía silencio. Había mucho ajetreo ese día, no se preocupaba, sabía que en esa fecha la mercancía casi se vendía sola pero, en el fondo, había algo que no lo terminaba de convencer, tenía una inquietud en la cabeza: había cuadrado encontrarse en Roblox con Marcelo, una amistad que había hecho en el videojuego y si no acababa los globos a tiempo, tendría que dejarlo plantado.

Jugaban Jailbreak, un juego de rol de policías y ladrones donde el reto es escapar de la cárcel o impedir que se escapen, respectivamente. Jampier se lo tomaba muy en serio. Aunque no tenía mucho tiempo para jugar, cuando podía, lo hacía con mucha determinación. Tenía ya dos años jugando, se las había arreglado para convencer a su papá de que lo autorizara, pues va dirigido a un público adulto.

−Si puedo trabajar, puedo jugar Roblox, yo lo pago con el dinero que gano−, le dijo para convencerlo.

Le gustaba jugar en el rol de ladrón. Sentía que vivía la emoción de arries gar la vida, pero sin hacerlo realmente, se sentía libre, sin miedo de morir ni equivocarse, burlando la autoridad; esa que en la vida real no se había atrevido a desafiar. Pero esa tarde de viernes tendría que sacrificar esa diversión. Trató, con mucha fuerza, de mantener la calma, pero al cabo de un par de horas, hacer ese sacrificio le molestaba; con el verano tan regio que hacía allí afuera y viendo cómo las plazas se inundaban de vendedores de globos que salían hasta de debajo de las piedras y que además ofrecían pompas de jabón y juguetes voladores, se ponía de mal humor.

La frustración se le notaba, no estaba vendiendo tan rápido como imaginaba que lo haría esa mañana. Y realmente no era tan difícil, casi no tenía que insistir, su cara tierna bastaba para convencer a la gente. Vendió un par de globos y se compró un helado de coco, pero no estaba tranquilo, el helado no le sabía tan rico y él sabía que en el fondo era porque no lo quería, lo que realmente deseaba era ir a jugar Jailbreak, soñaba con seguir volviéndose bueno en los videojuegos, conseguir su propia computadora, ganar un concurso y ayudar a toda su familia.

Mientras se comía su helado, una curiosa escena se presentó ante sus ojos: un perrito callejero (alguna cruza de maltés con Poodle o alguna otra raza pequeña) corrió a toda velocidad para robarle una salchipapa a un niño que paseaba en un carrito por la plazuela Francisco Bolognesi. Después de pegar grititos de sorpresa, los tutores del pequeño le aventaron agua al perro, que al fin se fue, mojado pero orgulloso de su exitosa cacería, con el bocado en el hocico.

Jampier se sintió inspirado. Aquel perro era como él, pequeño pero bien callejero. Y entonces supo lo que tenía que hacer: tenía que deshacerse de los globos e ir a luchar por lo que deseaba. Pensó en pedirle a alguna persona que se los cuidara, pero inmediatamente desechó la idea, pues supuso que se los iban a robar. La opción que más le convenció fue, como el perro, sacrificar el pellejo, burlaría incluso a sus padres y dejaría volar libres los veintitantos globos restantes antes que sentirse traicionado.

Estaba muy nervioso, sentía sus propios latidos retumbando en su cabeza y la cara caliente. Cerró los ojos e intentó soltarlos, pero fue difícil deshacer el nudo de la cabuya que los unía, pues su madre, como si hubiera intuido las intenciones de Jampier, la había afianzado con especial determinación a su muñeca.

De pronto se sintió observado. Todos los que trabajaban en esa plaza lo conocían a él y a su familia, pensó que lo delatarían, así que salió corriendo a toda velocidad rumbo al local de don Jacinto y allí afuera, como pudo, se los sacó. Todos juntos, los globos, fueron subiendo al cielo, y Jampiér los fue siguiendo con la mirada. Al fondo, podía ver las laderas de Los Andes, cobijadas por nubes grises de tormenta. La lluvia aún no llegaba hasta acá, hacía sol de este lado y ese resplandor iluminaba las montañas lluviosas, justo de frente, y el conglomerado de globos flotantes emitía resplandores metálicos, rosados, de todos colores, que contrastaban con el púrpura saturado de las montañas mientras avanzaban lentamente. Cientos de pies abajo, Jampier los miraba fascinado, pensando que era muy bonito cuando las cosas aparecían donde no se suponía que uno las encontraría normalmente.

Irónicamente, sentía que se había quitado un peso de encima y se dispu so a jugar. La adrenalina del momento lo mantuvo más que alerta durante las dos horas que estuvo jugando, obtuvo su puntuación más alta en meses. Junto con su amigo Marcelo, burlaron tantos policías como pudieron y al final de la partida Jampier estaba realmente satisfecho, si seguía así algún día podría cumplir su sueño de ganar plata jugando.

Evidentemente, dos horas después de haber desaparecido de su lugar de trabajo, su madre lo buscaba, cincuenta por ciento preocupada, cincuenta por ciento molesta, pues ya se las olía. Naturalmente fue a buscarlo al local de don Jacinto, donde lo halló ya pagando sus dos horas de computador. Lo sacó tirándole una oreja. Don Jacinto no dijo nada, pues ya estaba acostumbrado a ver padres regañando a sus hijos por gastarse en su local lo de los mandados. Jampier inventó una excusa, le dijo que una pandilla de adolescentes le habían quitado los globos. Su madre, aunque alterada por la pérdida del dinero, le dijo que si lo habían robado, entonces fueran a la policía a hacer la denuncia. Sin ganas de hacer el enredo más grande, y con miedo de que alguien que lo conociera lo delatara, Jampier admitió haber soltado los globos voluntariamente. Su madre enfurecida le dijo que en la casa se iban a arreglar.

Pararon a un tuk-tuk y lo abordaron rumbo a la casa, donde esperarían a que llegara su padre para hablar de lo ocurrido y acordar un castigo. Para su sorpresa, llegando a la casa no había energía eléctrica, de hecho no había en toda la colonia, así que decidieron ir a merendar a casa de la abuela, que vivía en la colonia aledaña. Mientras cenaban en familia, Jampier narraba su coartada:

−Los globos no se estaban vendiendo, estoy seguro de que si me vuelvo lo suficientemente bueno yo podría trabajar con los videojuegos.

En la tele un noticiero local reportaba que la falta de energía eléctrica en un par de urbanizaciones de la periferia de la ciudad era ocasionada por un generador eléctrico que había hecho corto circuito después de que unos globos metálicos, conducidos por los fuertes vientos, habían terminado en redados en el cableado.

Su madre lo veía incrédula, estaba enfurecida, pero a la vez se sentía con f lictuada al castigarle, pues sabía bien a todo lo que se exponía su hijo en la calle. Se limitó a darle un pellizco retorcido para desahogarse.

−Más vale que te saques esa estupidez de los videojuegos de la cabeza. Perdimos más de trescientos soles, y todas las ganancias. No vas a poder jugar videojuegos lo que resta de vacaciones, tendrás que ir a trabajar para pagar lo que has perdido, chibolo, y hay de ti si vuelves a hacer algo así, yo misma voy y te entrego a la policía.

Jampier había tenido un día lleno de adrenalina y se había salido con la suya. Recordó, una vez más, lo importante que es el dinero, así que asumiría su castigo, pero no dejaría de hacer lo que más le gustaba. Su artimaña le había salido cara, aunque había un par de aspectos que le brindaban consuelo, había aprendido que incluso siendo un niño existía en él la voluntad suficiente para poner la ciudad de cabeza; y la imagen de los globos ascendiendo al cielo y decorando el paisaje que veía a diario, le recordaba esa sensación de ligereza que había estado persiguiendo y no podía dejar de repetirla en su cabeza.

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