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Literatura

Aquí Ecuador

(I: Timbalero y sabrosón)

David Ojeda

Hace 20 años…

Hace una semana los problemas de compatibilidades y forma-
tos impidieron la publicación de esta columna. Espero que esta
ocasión logremos Usted y yo superar ese obstáculo. El mundo
a nuestro alrededor se carga de nubes y vientos amenazantes. Y en lugar
de que nos demos a la tarea de superar los prejuicios que nos conducen a
ellos, más prejuiciosos nos volvemos para apreciar tiempos, gentes, luga-
res, pueblos, instituciones, ideas.
Por mi parte, el sábado anterior comencé a darle a Usted noticia de
un festival internacional de teatro al que tuve la fortuna de asistir. Por eso
reproduzco a continuación la columna que la semana pasada no pudo pu-
blicarse.

A Usted seguramente le encantaría este lugar: El Pacífico. Se trata del
gran–gran océano. Estoy frente a él porque ando este día de teatrero,
¿por qué soy teatral?, ¿porque la vida es teatro? Y todo comenzó con un
martes terrible. El martes once de septiembre: 2001.
A las nueve de la mañana de ese día me despertó la voz de mi alarma y
de mi vida: «Están bombardeando Washington», me dijo para sacarme de
ese territorio gris y placentero al que llegamos con el sueño. Parpadeé mu-
cho. Y caí en el lugar común de creer que soñaba. Pero era cierto: malsania
y tristeza. ¿Quién dudará si decimos que formamos parte de la especie que
más maltrata a los suyos?
En la televisión el horror me confirmó lo que yo no quería creer: deses-
perados y terribles, como el cuchillo de Dios o el trinche del diablo, algu-
nos creyeron que sus razones eran suficientes y justificadas para alzar su
mano y prender su fuego contra el semejante.

Usted lo observó también: un avión convertido en instrumento de
matanza. Y permítame describirle la escena que imagino: se alza de su
asiento el terrorista, con una arma mínima en la mano, nervioso pero
firme en sus terribles convicciones, sin demostrar miedo o inseguridad,
sintiendo que su razón lo asiste, luego aferra con violencia el cuerpo
de la azfata que le impide el paso a la cabina, en un vuelo doméstico y
común, tras meses de planes y años de ira y memoria nacional acongo-
jada y comprensiblemente rencorosa; y después de someter al piloto
el terrorista toma el control de la nave para conducirla a Nueva York, la
gran y sufrida manzana, y así enfila contra un gran edificio desde el cual
algún incrédulo oficinista ve como última imagen en su vida una aero-
nave que se agiganta y es su destino, la hora de la muerte, amén.
Que Dios los perdone a todos. Y también a mí. Por alzar la voz y la
ira, por guardar rencores y hacer agravios, por servirnos del prójimo y
lucrar con su dolor y su esfuerzo, por inventar razones como «historia»
o «estado» para manipularlo y conducirlo a un indistinto fin anónimo.
Que Dios nos perdone.
Luego de convencerme de que lo que veía era cierto, que las Torres
Gemelas se incendiaban, testimonié el colapso de la primera. Y enton-
ces, seguramente como buena parte de todos los que atestiguábamos
esos hechos, conmovido, entendî con mayor precisión la fragilidad de
las casas del mundo. El acero se quiebra y se derrumba, el paisaje urba-
no se convierte en polvo que nos sepulta.
Y en medio de la conmoción, como si en realidad se proyectara en la
pantalla de la tele una película y no acontecimientos reales, se instaló
en mi mente mi incertidumbre particular, mi problema a resolver.
«Mañana», me dije, «mañana debo salir al Ecuador y tengo que
conseguir dinero para comprar dólares, y quién sabe cómo se vaya
a poner el cambio.»

Entonces el espanto neoyorquino pasó a un segundo plano y me di a
la ingrata (siempre ingrata) y triste (siempremente tristérrima) tarea de
conseguir unos pesos. Uff.
Pero las almas caritativas y nada centaveras que controlan el cambio
de dólares en nuestra ciudad, nomás por si las moscas, decidieron sólo
comprar dólares (a nueve veinte) y cerrar la venta. Por fortuna, alguien
en mi vida (con recursos e ingenio y gracia) se atrevió a esperar a una
cliente que iba a vender dólares (el envío de un buen marido que traba-
ja como jardinero o albañil o cocinero en Atlanta o Chicago).
Y así conseguí estos dólares que me permiten ahora estar sentado
frente al gran océano: el mar de la paz y la brisa, en Manta, Ecuador,
como parte de un grupo de músicos, actores, bailarines y pintores poto-
sinos que presentan, en el XIV Festival Internacional de Teatro de Man-
ta, «El canto Sangurima».
De dicha obra ya le he contado algunas cuestiones en esta misma
columna. Se trata de una adaptación escénica musical de la novela «Los
Sangurimas», del narrador ecuatoriano José de la Cuadra. Con música
de Fernando Carrillo y teatralización de Jesús Coronado esta obra ha
generado una expectativa notable en Manta. Ella incorpora el trabajo
actoral y dancístico, al igual que el musical, de jóvenes potosinos en ver-
dad extraordinarios.
A mí me corresponderá ofrecer algunas charlas en distintos espacios
de Manta y Guayaquil para compartir tal o cual idea de la actual litera-
tura mexicana, aludiendo sobre todo al hecho de que Miguel Donoso
Pareja, un ecuatoriano de Guayaquil que viviera en nuestro San Luis, de-
dicado a coordinar el taller literario de nuestra Casa de la Cultura, es el
escritor a quien le debemos parte de la vida literaria potosina presente.
Pero yo, en este lugar, siendo un viernes y viendo frente a mí un
océano portentoso, a pesar de Nueva York y la ausencia, tengo sólo mo-
tivos de placer.

Como arroz con calamar, tomo cerveza y distingo fente a mí a una
hermosa joven gorda que minimizaría la obra entera de Botero. Ella
está inclinada junto a una negra cuidadosa que le trenza los cabellos y
cuida a su pequeño: un negro travieso y vivaracho, relumbrante.
Estamos en una zona donde la negritud abunda y es hermosa, no-
ble. A doscientos kilómetros al norte de Manta hay un lugar llamado
Esmeraldas. Frente a su costa naufragaron a lo largo de varios decenios
barcos cargados de africanos destinados a la esclavitud. Muchos se sal-
varon y han poblado esta zona, otorgándole un estilo de vida, una sensi-
bilidad, gratificantes y guapachosas. Llegamos a Manta el jueves trece,
a las tres de la mañana, luego de un viaje de casi veinticuatro horas que
comenzó en la central camionera de San Luis, a las seis de la mañana
del miércoles. En Querétaro transbordamos a un autobüs que va directo
al aeropuerto de México. Nuestro vuelo salió a las tres de la tarde, luego
de una y otra revisión motivadas por la psicosis en torno a los aconte-
cimientos de Nueva York. En Panamá hicimos conexión con otro vuelo
hacia Guayaquil. Ahí nos esperaba un autobús de la Universidad Laica
«Eloy Alfaro», de Manta. Y ya en él me instalé en el asiento delantero,
junto al chofer. Desde ahí vi una carretera llena de sombras y luces.
Ya en Manta, luego de cuatro horas de viaje, acomodados en un ho-
tel confortable y verde, siendo la madrugada, la fatiga se combinó con
el olor y el ruido del mar para hacernos dormir de inmediato.
Al otro día, el jueves, el mar nos ofreció su visión: agua verde olas
alegres, fuerza y misterio. En situación así, por supuesto, de inmediato
se pone uno a extrañar a los suyos, pues desea compartir con ellos el es-
pectáculo, el placer, la dicha de estar vivo y en control.

El festival de teatro, se inauguró la tarde del jueves, con un grupo
peruano. De esto, sin embargo le comentaré a Usted más cosas el próxi-
mo sábado. Porque hoy sólo quiero darle una noticia: por fin compren-
do el gusto y la sabrosura que acompañaron a Tito Puente, el timbalero
mayor.
Luego de la función inaugural fuimos invitados a la casa de un em-
presario manteño. En ella, frente a una alberca azul y con la vista de la
ciudad a nuestros pies, se organizó la música de Fer Carrillo y su grupo:
¡saaabooor! Y al final, cuando los tragos nos tenían emocionados, recibí
mi alternativa como timbalero. Porque el buen y generoso timbalero
del grupo, Manolo Cossío, viendo cómo me brillaban los ojos, con una
sonrisa de hermano en la música y el baile, se acercó a mí y me ofreció
las baquetas diciendo simplemente «hórale ‘che David». Y para qué
le cuento.
El alma se agita, la sangrita bulle, los oídos son felices, uno está en
paz, uno está de pie sobre la madre Tierra con este gozo.
Ahora sé que el placer de ser timbalero ha quedado en mí con su
lección y estímulo. Y entiendo, al contemplar a los turistas en la playa,
que se ama a la gente porque en toda la gente se refleja la mujer que
se ama, que se está en paz porque hay entre toda la gente del mundo la
mujer que uno ama. Entonces el mundo es esto hermoso y perdurable:
Manta, en Ecuador.
Cosas que, por supuesto, Usted comprende y avala.


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