Roberto Colis
Cada treinta de abril vuelvo a la Noche rústica de Walpurgis, de Manuel José Othón. David Ojeda me inoculó su fascinación por el poemario así como los vampiros transmiten a sus acólitos la afición al sabor ferruginoso de la sangre, ese David de filias esotéricas (si se entiende «esotérico» en su sentido original de «interno, comprensible solo para iniciados»), proclive a los motivos crípticos, que en la media luz subacuática de su biblioteca, frente a la ventana que daba a un pequeño jardín, editaba la revista Runa en su computadora, con la palabra ABRAXAS tatuada en el brazo derecho.
Fiesta a la vez aciaga y voluptuosa, uno de los escenarios del Fausto, la noche de Walpurgis hizo brotar motivos brujeriles en Wolfgang von Goethe y, cien años después, en Manuel José Othón. Se perfila eje de Herr Urian y el Vaquero Marcial. ¿De dónde viene esa procesión de brujas que tiende un puente aéreo entre Alemania y México?
Cerca del poblado de Trautenstein (nombre que se traduce como «piedra de los druidas»), en las laderas del monte Brocken, brujas de plástico a batería, con ojitos fulgurantes de un rojo-naranja que los turistas llevan a precios inflados, aluden a la tragedia fáustica y a las fiestas que los antiguos germanos celebraban al llegar el buen tiempo. El Brocken, pico más alto de la Sierra del Harz, urheimat del mito walpurgiano, ostenta una altura modesta. Su cima se alcanza sin mucho esfuerzo a pie siguiendo el camino marcado que recorría Goethe, o bien tomando un tren rojo a escala que se desliza entre viejos pinos y abedules.
La festividad de Walburga o Walpurga, predicadora del cristianismo celta en tierras germanas, llegó a imponerse con el calendario cristiano a aquellas fiestas, aunque paradójicamente su nombre quedaría asociado al jolgorio que se había intentado anular. En el decir popular, esa noche, brujas y brujos, animales y espíritus sombríos se congregaban en una orgía entre la carne turgente y la decrépita —concupiscencia y repulsión—, ilustrada por el granadino Luis Ricardo Falero.
El Herr Urian del Fausto, una denominación familiar elegida por Goethe para llamar al diablo, es la presencia atemorizante que festejan a coro las brujas tras su peregrinaje cuesta arriba:
«las brujas suben por el Brocken
el rastrojo es amarillo, verde la mies
allí se acumula el gran montón
y encima está sentado Herr Urian.»
El nombre de Herr Urian, además del diablo, designa a un huésped indeseable, a un rústico o a un ingenuo. En el poema El viaje de Urian por el mundo, de Matthias Claudius —musicalizado por Beethoven y en voz de Dietrich Fischer-Dieskau mientras escribo —encontramos una mención. Dice el primer verso: «Quien hace un viaje tendrá algo que contar». Y como este Herr Urian ha hecho un viaje y cree tener materia de relato, quizá obligado por su sentido de gratitud a sus anfitriones, canta su periplo, que arranca rumbo al Polo Norte y, una vez franqueado el Paso del Noroeste, ya en América, lo lleva a México:
«De ahí fui a México
¡Queda más lejos que Bremen!
Ahí está tirado el oro como paja, pensé,
he de ir a llenar el saco.
[…]
Solo, solo, solo, solo.
¡Cómo yerra el hombre!
Allí no encontré sino arena y piedra
y dejé tirado el saco.»
En la Noche rústica de Walpurgis de Othón reverberan ecos de la tragedia faustiana por una región no muy diferente, esa parte del altiplano mexicano que no es el pródigo Bajío ni el industrioso Norte; cóncava y elevada, híbrido de sabana y garriga. Othón, poeta, la mira de noche parecida a un paisaje de nieve y lanzas. En el proemio, una entidad anónima llama y conduce al poeta por un páramo órfico o dantesco. Una vez declarado el propósito del viaje, toma la palabra el elemento que producirá el canto: el arpa, la naturaleza misma. El acorde macabro se desgrana en sonetos a los fuegos fatuos, a la fauna nocturna, a las brujas y a los muertos que esperan la llegada del día como una resurrección.
También con un nombre familiar se evoca en la Noche rústica de Walpurgis al diablo que congrega a las brujas y espanta a los campesinos:
«tras nahuales y brujas, el coyote
ulula clamoroso, y aletea
sobre negro peñón, el tecolote
la lechuza silbando horrorizante
se junta a la fatídica ralea
y el Vaquero Marcial llega triunfante.»
La montaña, repleta de metales que esperan ser extraídos, insta al hombre a aprovechar el día. Las estrellas admiran los esfuerzos humanos y su inteligencia, que es para ellas el astro verdadero. El gallo y el perro, compañeros de los trabajos humanos, son rayos en la noche amenazante; uno con su canto que desgarra el miedo, el otro —el preferido de Ojeda— velando el sueño de su amo. No puedo evitar hacer cábalas: ¿los veintidós sonetos en clave pánica, corresponden acaso a las veintidós letras del alfabeto hebreo o a los veintidós arcanos mayores del tarot? ¿Los seres inquietantes que pueblan la oscuridad y se diluyen con el amanecer gradual están inspirados en la serie «El Diablo, La Torre, La Estrella, La Luna y El Sol?».
Acaso sea la pistola el más inquietante de los símbolos hecho por ingenio del hombre. En el poema es apenas un disparo lejano de noche, sin que sepamos si crimen o defensa, pero ahora truena cada vez más cerca y de día. A diferencia de los fantasmas, las brujas y los astros nocturnos, la pistola persiste a medida que se acerca el alba, la entrada gradual de la luz, momento en que «las sombras palidecen».
Sé TESTIGO