Jesús Navarrete Lezama
Ya no me gusta leer, pero de cuando en cuando, hojeo el periódico. Así me enteré un buen día de que la publicación, en París, de la antología Archipel. La nouvelle poésie du Pays de 2,4 pour cent había desatado una pequeña polémica. La nota cuestionaba la calidad de la selección o la de la poesía seleccionada sin dar mayores argumentos. En términos prácticos, condenaba el criterio de la selección, pero sin detallarlo.
Declino expresar mi opinión, porque bien sé que procede más de mis prejuicios y de lo que ignoro, que de lo poco que sé; pero luego me hallé con otra nota periodística que explicaba cómo había salido a la luz el esperpento, y fue así que me entregué a estas divagaciones: según el texto, la antología no respondía a ningún criterio, a pesar de que el Ministerio de Cultura del País del 2.4 por ciento (en adelante: el País) eligió y pagó a un jurado para conformarla. En realidad, el Ministerio pidió a las editoriales que enviaran una propuesta de los poetas que, a su juicio, debían ser incluidos en la antología. Luego, estas listas se enviaron a los jurados junto con una muestra no mayor a 20 cuartillas de la obra de los poetas mencionados. De ahí, el jurado eligió la “muestra de la mejor poesía del País del 2.4 por ciento” para ofrecer al público francés. Es decir, el jurado no se pasó algunos meses leyendo a los poetas (sus libros, no una selección de 20 cuartillas) para decidir quiénes son los que escriben “la mejor poesía del País”. Peor aún, de acuerdo con la nota, ni siquiera fue el jurado quien aprobó la lista definitiva, sino que esa tarea la asumió en su calidad de editor de la Dirección de Publicaciones una persona de nombre Gustavo Luego, de quien no se daban mayores referencias.
Así, el artículo exponía el delito cometido: seleccionados de esta manera los poetas, no puede la antología ser una verdadera muestra de la poesía actual del País, porque no hay un estudio sobre la obra de los poetas, no se distinguen sus temas ni sus estilos, no se sabe si hay afinidad o discordancia en el discurso poético, y demás argumentos de esta suerte.
En descargo, hubo quienes dijeron que era imposible hacer una muestra de la mejor poesía del País del 2.4 por ciento. Hay tantos poetas inéditos, publicables, publicados e impublicables que se puede hacer aquel chiste de: “levantas una piedra y…” bla bla bla.
En medio de todo esto, me pareció notable que nadie dijera nada sobre los poemas o sobre los poetas que componen la antología. Nadie, ni siquiera los editores, se molestó en hablar de alguno de ellos. Tampoco los críticos de la antología. No sabemos si son malos poemas o buenos poemas. Si podría decirse que la muestra, a pesar de su arbitrariedad (que toda labor crítica de antologizar es arbitraria), era buena o mala. O si su contenido –independientemente de si alguno de los poetas elegidos apenas tiene uno o dos libros, o si faltó un poeta premiado o si es notoria la ausencia del autor de tres o del de diez volúmenes– tiene alguna calidad o es definitivamente basura.
Me pregunté: ¿Qué dirían los poetas cuyos poemas aparecen en el libro? ¿Estarán avergonzados o defenderán la publicación? Es muy probable que algunos aboguen solo por su inclusión y desdeñen o critiquen abiertamente la de los demás. Cuando abren la antología deben pasar la mirada un sinnúmero de veces por los versos de sus poemas, para asegurarse a sí mismos que su presencia ahí no desmerece. Otros, quizá, tengan la sensación incómoda de ser parte de una “injusticia”, pero igual abogarán por sí mismos. De los demás, allá ellos y su mala poesía.
En medio de estas reflexiones, llegué a un extremo terrible. ¿Tiene un libro derecho a ser malo? ¿Un libro malo, por el hecho de ser malo, comete un crimen? ¿Lo comete su autor? ¿Qué es un libro malo: un texto cuyo contenido se inclina hacia la maldad o es simplemente un texto mal escrito?
Todos estamos de acuerdo en considerar ciertos libros malos. A botepronto, podríamos citar los de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, los de Paulo Coelho… pero incluso libros de “buenos” autores han sido tachados como “malos”, en el sentido de mal escritos. En el caso de su “inclinación” hacia la maldad me viene a la mente Mein Kampf, de Adolfo Hitler y, sin embargo, la edición anotada de 2017 pasó 35 semanas en las listas de los más vendidos.
Si un libro tiene derecho a ser malo, aún más una antología. Hay millones de libros malos. Y si hay millones de libros malos es porque hay millones de escritores malos. ¿Qué se puede hacer contra ellos? Incluso los “buenos” autores reconocen haber escrito algún libro malo. Sus primeros libros a menudo los avergüenzan, como un hijo discapacitado a las familias de antaño. Al hijo tarado, en el sentido literal de la palabra (que tiene una tara), se le ocultaba. Se le encerraba en una habitación y se le sacaba poco.
Si los libros fueran personas o animales, los legisladores estarían creando leyes para proteger a los libros malos: “Todos los libros, por el hecho de ser libros, son iguales ante la ley”, dirían, y partirían de allí para determinar sus demás garantías individuales.
El otro día, un sujeto en la televisión mencionó una “hermosa frase” que le atribuyó a una reconocida escritora, que por aquellos días acababa de ganar algún premio, lo cual había merecido que la prensa le preguntara su opinión sobre asuntos en general: “Si se acaba el mundo, siempre nos quedará la poesía”.
¡Qué bonito! Pero ni la autora ni el lector entusiasta se pusieron a considerar qué tal que de toda la poesía del mundo, lo único que quedara fueran algunos ejemplares de Archipel. La Nouvelle poésie du Pays de 2,4 pour cent. ¿Qué tal que, de toda la literatura, se destruyeran los mejores textos, y que, en cambio, a los futuros pobladores de la tierra les aguardara el hallazgo de algunos miles o cientos o incluso solo algunas decenas de ejemplares de las Cincuenta sombras de Grey? ¿Qué pasaría entonces?, ¿a quién cuestionarían por la pésima selección? Lo cierto es que, en el fin del mundo ya no habrá nadie que cuestione eso, ni nadie que pueda evitar que tales obras den noticia de la humanidad.
Cualquier libro tiene derecho a ser malo. Sin embargo, en el mundo en el que vivimos, los libros están obligados a ser buenos, aunque no puedan serlo. Dado que leer es considerado un acto “bueno”, si un libro no es bueno, ya se lo puede condenar a la hoguera… o a la trituradora.
Cualquier lector se indigna cuando se entera de las quemas masivas de libros por obra de la Santa Inquisición o de la quema de libros de autores judíos a cargo del régimen nazi; cualquier lector se subleva cuando lee que son el cura y el barbero los encargados de incinerar la biblioteca de Don Quijote, o cómo los bomberos incendian libros en Fahrenheit 451; pero nadie dice nada cuando los libros son destruidos, con distintos fines, en la vida real. Y para muestra algunos ejemplos:
Precisamente para filmar la película basada en la obra de Ray Bradbury, el director de cine Ramin Bahrani, relata que: “Quemamos (…) libros, de manera masiva”. Si bien matiza que “no fue nada fácil, porque desde muy pequeño me enseñaron que los libros se leen y se respetan”, también describe que: “Ver los libros arder fue una experiencia sobrenatural. El sonido de las páginas al quemarse parecía el último aliento de cientos de almas que mueren. Cuantos más quemábamos, más hipnótico se volvía: un espectáculo cautivador de páginas que se retorcían y brasas que bailaban en el vacío”1.
El director confiesa que: “Siempre quise quemar más de los que había tiempo de filmar”, sin embargo, aclara también que: “Quemar libros en la película constituyó un desafío jurídico”, pues: “Las portadas de la mayoría de los libros están protegidas por derechos de autor, y en muchos casos no pudimos obtener permisos para mostrarlas; ya no digamos para quemarlas frente a la cámara. Así que los directores de arte de mi película diseñaron innumerables portadas de libros que podíamos quemar”.
De todos modos, narra, las llamas consumieron por igual “algunos de mis favoritos, como Crimen y castigo, La canción de Salomón y las obras de Franz Kafka (…), Las historias de Heródoto —la historia misma— (…), páginas de Emily Dickinson, Tagore y Ferdowsi”. La filosofía de Hegel, Platón y Grace Lee Boggs, ardieron en el mismo fuego que Los siete hábitos de la gente altamente efectiva.
Si bien señala que una de las primeras cuestiones que se planteó fue ¿qué libros quemar?, también añade que: “Para algunos autores, que uno de sus libros se quemara en una película era una medalla de honor”. Así: “Werner Herzog y Hamid Dabashi donaron su obra generosamente para que se quemara junto con lo mejor y lo peor de la literatura”, y “Si salvábamos Sangre sabia, entonces también debíamos preservar Mi lucha”2.
En otro caso, Verónica Gerber Bicecci describe en un artículo sobre la Zona MACO, muestra de arte contemporáneo, una pieza para la cual se trituraron cientos de libros. No dice cuáles. Libros anónimos. No se sabe si buenos o malos o si de buenos o malos autores.
Aquí la cita: “En el pasillo ‘Zona MACO Sur’, que fue curado por Adriano Pedrosa, se podían ver las propuestas individuales de veintidós artistas mujeres latinoamericanas. En esta selección había dos piezas literarias: Marilá Dardot (Belo Horizonte, 1973) (www.mariladardot.com) montó un cerro de tiritas de papel, resultado de meter cientos de libros en una trituradora. En la cima descansa un libro que bien puede estar succionando las líneas de texto o escupiéndolas.3”
Hacer pasar cientos de libros por la trituradora. Casi casi como aventar un montón de cuerpos a la fosa común. ¿Alguien quiere reconocer la magnitud de tremenda destrucción? ¿O fue sacrificio?, es decir, ¿esta acción, sin duda atroz, consagra a las víctimas? ¿Es la intención de la obra lo que cuenta? Misterio.
Visto así, me recuerda aquella pieza en la que un artista amarró un perro en una sala de museo y lo dejó sin comer. Y el público, esa masa, no sabía cómo reaccionar y se debatía entre si había que soltar al perro o darle de comer, o las dos cosas, o ninguna.
En un artículo titulado A quién le importa lo que contamos Aloma Rodríguez narra el destino de los libros que ya no pueden salir ni a la mesa de saldos: “Uno de los momentos más terribles a los que se enfrenta un escritor es cuando le llega un mail (antes era una carta) de la editorial avisando que los ejemplares no vendidos de su libro van a ser triturados. Antes, se los ofrecen a precio de saldo o incluso se los mandan a cambio de que él pague los portes”4.
¿No parece esto una especie de mecanismo de extorsión? ¿Cuántos libros puede rescatar aquel escritor del terrible final? ¿Es menos el dolor porque se trata de ejemplares del mismo libro o del mismo autor? ¿Es menor la tragedia porque no se trata de una de las grandes obras de la literatura? ¿No son, los libros, todos iguales ante Dios? ¿No son iguales ante la ley? ¿Qué diferencia hay entre las Cincuenta sombras de Grey y un viejo ejemplar de la Cría moderna de conejos? ¿Qué falta cometen? ¿Se los puede quemar, triturar, condenar a la destrucción solo porque no nos parecen necesarios o porque nos parecen malos?
Tuve un amigo que solía escribir lo que pensaba. Cuando murió me dejó la noble tarea de prenderle fuego a todo lo que había escrito. El día que entré en la casa para cumplir la misión, anochecía. No quiero decir que esto me pusiera melancólico y me detuviera. Ni siquiera estaba impresionado con lo que debía hacer. Conozco las historias de muchos manuscritos que sobrevivieron al fuego. No iba a ser el caso. Después de borrar los archivos digitales, tomé los folios impresos que aquel sujeto guardaba en un estante oculto en su biblioteca y los quemé en una hoguera que hice en el patio. Parece fantástico, pero así lo hice. Sentado en la puerta los miré arder como si fuesen un montón de hojarasca. Luego volví a la biblioteca y vi todos los tomos que había allí. De inmediato me vinieron las ganas de hacer otra hoguera. Seguramente entre sus páginas estaría oculto el germen de los pensamientos escritos por mi amigo. Incluso vi ejemplares de libros de algunos autores que me parecen especialmente odiosos. Tomé uno de estos, volví al patio y lo eché al fuego también, sin sentir ningún alivio.
1 https://www.nytimes.com/es/2018/05/14/espanol/cultura/fahrenheit-451-hbo-ray-bradbury.html
2 Idem.
3 “Notas de la ‘temporada alta’ del arte contemporáneo en el Distrito Federal (2)”. Gerber Bicecci, Verónica, en Letras Libres. Abril, 2011. https://www.letraslibres.com/mexico-espana/notas-la-temporada-alta-del-arte-contemporaneo-en-el-distrito-federal-2
4 “A quién le importa lo que contamos”. Rodríguez, Aloma. En Letras Libres. Mayo, 2018. https://www.letraslibres.com/espana-mexico/literatura/quien-le-importa-lo-que-contamos
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